ARGENTINA |

En 100 días el Gobierno perdió hasta la bandera argentina y solo usa las pletóricas de rabia de un partido. Al himno nacional se lo quedaron los opositores y lo cantan cada diez minutos en sus actos y cacerolazos.

En la Argentina los próceres son generales. Las calles tienen grado militar descendente del centro a las periferias, con escalafón, bandera y banda. Las estatuas llevan charreteras y entorchados. Los coroneles desafían la intemperie en corceles de bronce con sus medallas al viento. Los almirantes, como san Simón, viven inmortales en columnas de granito y floripondio. Nuestros viejos barcos de guerra sobreviven en estanques o en las dársenas muertas del antiguo puerto de Buenos Aires: allí alegran la nouvelle cousine de restaurantes y tenderetes de moda, mientras empezamos a gastar avioncitos de mármol para celebrar las batallas de nuestra guerra austral. El himno, las banderas y los escudos son símbolos tan militares como los botones dorados. No son de ellos, pero solo ellos nos sacan lágrimas cuando izan la bandera o soplan los primeros acordes del himno nacional en sus cornetas de independencia y libertad: “Oíd mortales el grito sagrado...”.

Así son los símbolos y no nos gusta que los toquen, por cursis que se hayan vuelto con el paso apolillado del tiempo. Las banderas tienen una relación secreta con el código cromático de las naciones... o los países vienen con colores, olores y sabores que nos igualan, nos unen y nos atrapan. Quizá por eso la patria tiene colores y flores y bandera y también escudo nacional. Los españoles serían menos fogosos con un pabellón anaranjado y los gringos se volverían brasileños si las bandas fueran verdes y las estrellas amarillas. Los símbolos patrios rigen nuestra vida, pero no tanto como las comidas o los partidos de fútbol. En Guayaquil quien va de azul ya se sabe por quién hincha y al argentino que no le gusta el dulce de leche se lo fusila por traidor. Símbolos tienen los clubes, los colegios y las familias. También las empresas, los obispos, los municipios, los regimientos, las academias, los barcos y las marcas.

El divino Umberto tendrá una explicación científica de los signos y los símbolos, que para eso existe la semiología... y Charles Sanders Pierce y el Mago Eliseo Verón. Pero no sé quién sabe de la propiedad de los símbolos para explicarme por qué se ganan y se pierden en este país de locos que es el mío querido.

Mientras el poder peleaba por sacarles el dinero a los productores rurales, ellos le birlaron todos los símbolos de la patria. El matrimonio presidencial abusó de las palabras huecas y se quedó sin argumentos con sentido y sin signos que signifiquen las realidades que quiere expresar. En 100 días el gobierno perdió hasta la bandera argentina y solo usa las pletóricas de rabia de un partido. Al himno nacional se lo quedaron los opositores y lo cantan cada diez minutos en sus actos y cacerolazos. Las marchas militares dan grima a las autoridades setentistas y las charreteras los ponen más nerviosos que un examen final. Los tambores hacen llorar a las tribunas de la Bombonera y al Monumental, pero los Kirchner son de Rácing, que casi se pierde en las ciénagas del descenso.

El gaucho, las botas, el poncho, el mate, las espuelas y la guitarra son de la oposición campestre que se levantó contra las retenciones exageradas a las exportaciones de granos. También la chacarera, la cueca y el chamamé. Pero resulta que ahora la Zamba de la Esperanza es un delito federal porque los gauchos son golpistas. La empanada, el puchero, la mazamorra y el alfajor de dulce de leche están desterrados porque la presidenta se puso a dieta de grasas y calorías y su marido tiene a raya su colon irritable. La vaca y el caballo son del campo, también los chanchos, las ovejas, las gallinas batarazas y los perros cimarrones. Por eso son opositores el chorizo, el bife, el asado, los chinchulines y hasta el dulce de batata. El poder perdió también los símbolos religiosos en su pelea con obispos y prelados: la Virgen de Luján, la del Valle y la de Itatí. Perdió la Cruz, pero también la Estrella de David por culpa de Chávez y sus amigos iraníes y ni siquiera le quedó el turbante del Profeta porque es propiedad de su antecesor y contrincante capicúa. Los ruralistas opositores llevan en sus solapas la escarapela y en sus marchas pasean a la Virgencita y a los santos.

No es política ni estadística; es apenas semiología barata, pero deberían tenerla más en cuenta los que gobiernan nuestra patria. Es que parece que resulta que en la Argentina no se puede mantener ninguna imagen positiva con un pingüino inflable en la cancha del Rácing Club de Avellaneda.