Esa noche, antes de salir al escenario, el saxofonista Lucho Silva voló al pasado. Volvió a ser ese niño de 9 años que andaba en busca de bandas de jazz. Fascinado por ese instrumento que le parecía el más bello del mundo. “Dibujé saxos, los hice en palo de balsa”, cuenta. Hasta que un día su padre, Fermín Silva –violinista y director de orquestas–, al descubrir sus creaciones le dijo: “Tú vas a aprender saxo”.