La patanería, como el señoritismo, son más que nada actitudes, y para incurrir en ellas no hace falta ser de origen humilde o altivo, modesto o adinerado.

La verdad es que ser político en España resulta una bicoca. Aquí, por fortuna, no se les exige una vida privada virtuosa y casta, y a diferencia de lo que ocurre en el mundo anglosajón, nadie dejará de votarlos porque sean adulterinos, les proliferen los vástagos llamados antes “ilegítimos”, posean muñecas hinchables de su mismo sexo o lleven demasiado lejos la relación con sus perros.

Eso está bien, aunque a la entrometida Iglesia gubernamental tales vicios ministeriales la dejen a veces en posición grotesca (quiero decir en una distinta de la habitual). Luego, y asimismo en discrepancia con los Estados Unidos y el Reino Anexo de Isabel II, a nuestros políticos se les perdonan, permiten e incluso aplauden las desfachatadas mentiras, los engaños a la población, las calumnias a los adversarios, la total ausencia de disculpas y rectificaciones, el indisimulado desprecio a la ciudadanía, las burlas a la prensa, los indecentes apaños con el gremio de la construcción, la chulería congénita y la adquirida.

Prueba de esta impunidad es que el Partido Popular, que lleva ocho años gobernando a base de lo enumerado, apenas haya sido castigado en las urnas. Si tampoco lo es en las ya inminentes del 14 de marzo, entonces habrá que concluir que para los políticos España es Jauja, y que ni siquiera se los penaliza por ser patanes.

La patanería, como el señoritismo, son más que nada actitudes, y para incurrir en ellas no hace falta ser de origen humilde o altivo, modesto o adinerado. Puede estar aquejado de señoritismo alguien con escasa educación y nulo abolengo, lo mismo que de patanería un aristócrata rancio y privilegiado desde su nacimiento. De hecho en España abundan estos, como bien supo ver y plasmar Berlanga en La escopeta nacional: individuos linajudos con modales y vocabulario toscos y patibularios, la sal gruesa parece casi inherente a la llamada “nobleza” de este país alérgico a la cortesía. Lo cierto es que muchos de nuestros políticos se comportan, innecesaria y extrañamente, como completos patanes (extraño es el tan alto número, quizá es que crea escuela Berlusconi, patán europeo por antonomasia, aunque su coaligado Bossi le vaya poco a la zaga). Y no es que no los haya en el PSOE y otros partidos, pero la cantidad de ellos en el PP es desmedida, pulverizaría cualquier estadística.

Es posible que la prensa se ocupe solo de las ocasiones bufas, pero, por lo que nos transmite, cada vez que un político está “distendido” o con el micrófono abierto cuando lo creía cerrado, asistimos a un despliegue de patanería. Vimos a Aznar quitarse la chaqueta en La Habana mientras el Rey, a su lado, aguantaba el calor con la suya puesta; luego, plantar los pies sobre una mesa en imitación de otro garrulo de Texas; en imitación de su señora, cruzar las piernas en audiencia con el Papa; y montar en El Escorial una boda que haría sonrojar a la calavera del educado rey Carlos III. Rajoy fue pillado en pleno insulto a un periodista: “Eshte tío esh gilipollash”, se le oyó mascullar en esa especie de masticar continuo que tiene el hombre por dicción. Como José Bono, solo que este insultaba a su falso correligionario Blair:

“¿Y ejte imbécil? Ej gilipollaj”, algo así se le oyó soltar, con su abuso de jotas superfluas; también fue el autor de aquel símil audaz, que subvertía la cronología: “El Quijote, ej como loj Globetrotej de la literatura”. Y qué decir de Zaplana y sus guturalismos prerretóricos, de Celia Villalobos y sus tuétanos, de Ana Palacio y sus inarticulaciones prelingüísticas…

La palma, con todo, se la lleva Trillo últimamente. Por mucha gracia que hiciera a los periodistas cazurro-castizos, ya lo de “Manda huevos” era propio de un patán, no del Presidente del Congreso.

Hace unas semanas le lanzó una moneda a una informadora que con todo fundamento le preguntó por las armas de destrucción de fábula que juraron que había en Iraq y que nos hicieron corresponsables de una guerra fraudulenta. “Una broma malinterpretada”, ha explicado Rajoy, llamándonos de paso idiotas, porque la interpretación era fácil, fue como decir: “Anda, toma, rica, premio para la más tonta”; y eso no es propio de un Ministro de Defensa, sino de un patán de tal calibre que no debería poder ir ni al bar de la esquina.

No esperó dos días para rematar la faena con chascarrillos e imitaciones pésimas ante un grupo de gañanes engominados que reían cuando dijo que le habría gustado ocupar su cargo desde 1996, “hombre, pa haber tomao la ila Perejil ocho año ante, caramba”, otro con dicción infame. ¿Es este zafio individuo el responsable del Ejército? Sí, el mismo que al visitar el lugar en que se estrelló el Yak, rodeado aún de restos de los 62 soldados allí muertos, se hacía cubrir por un paraguas que le sostenía un edecán, no fuera a mojarse el pelo. Por mucho que se una apellidos con un guión (Trillo-Figueroa, por favor), también eso es propio de un patán, aquejado de señoritismo además. La verdad es que, bien mirado, suelen ir juntas las dos actitudes. Echen un vistazo a este Gobierno y lo comprobarán.

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