Mañana viernes, la humanidad cristiana recordará el camino que recorrió el varón judío llamado Jesús, desde que Poncio Pilato lo condenó a muerte hasta que fue sepultado en la tumba cedida por el generoso José de Arimatea. Vista con fe o sin ella, esta es una de las historias más impactantes de la memoria universal. Muchos hitos me impresionan de ella, desde el peloteo político entre autoridades hebreas y romanas para la decisión condenatoria, pasando por el sadismo de un pueblo que veía con gozo la eliminación de un “falso líder”, hasta la fidelidad de los pocos que tuvieron el valor de acompañar al maestro amado.

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Las catorce estaciones que se rezan para recordar este hecho, siempre debidamente ilustradas en los flancos de los templos católicos del mundo, recogen los momentos clave de ese camino que, contados por los evangelistas, ponen énfasis en las incalculables dimensiones del dolor. Jesús sufrió en su carne latigazos, corona de espinas, el peso de un madero sobre su hombro en un derrotero ascendente hasta culminar en la tortura infame creada por el Imperio romano: la crucifixión. Algún escritor recrea el maltrato del cuerpo en esas horas durante las cuales resistió vivo el desplazamiento de los órganos y la asfixia.

Vista con fe o sin ella, esta es una de las historias más impactantes de la memoria universal.

No hay espectador que no haya llorado en las películas consagradas a este tema. Las imágenes fílmicas son más fuertes que las que puede inventar la imaginación personal. Mel Gibson grabó los treinta latigazos para acorralar al receptor en la desesperación, algunas figuras de Cristo lo muestran como un trozo de carne destrozada. Ante ello, nos quedamos acezantes y atónitos: ¿cuánto puede el ser humano resistir el dolor?, ¿en qué momento no nos volvemos locos?, ¿se nos detiene el corazón o somos capaces de vender a nuestra propia madre en la súplica para que se detenga?

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Puedo concluir en que hay dolores exterminadores en intensidad, bien llamados irresistibles. Pero hay otros lentos y graduales que vienen en dosis pequeñas, pero que pueden durar la vida entera. Deben alzarse sobre bases psíquicas porque sacan su rostro ni bien se despierta la conciencia en un nuevo día y la sombra interior empieza a chocarse con la luz y hasta con la sonrisa de los otros. Dolores de a diario que tienen varios nombres: desesperanza, desolación, abandono, pobreza, soledad, inseguridad, amenaza, enfermedad. Dolores que tendrían calmantes con familias solidarias, instituciones eficaces, gobiernos útiles y honestos.

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No se trata de dejar de ser pesimistas y orientar los pensamientos hacia la capacidad de cambiar que tienen las personas. O de abrir los espíritus hacia ayudas sobrenaturales que vendrán porque se las pide con fe y confiados en las promesas de redención y bienaventuranza. Los análisis de los hechos nacionales e internacionales nos hacen ver que el horizonte se estrecha y que las riquezas naturales se reducen mientras se destapa la podredumbre donde se asienta el poder. Alguien me dice: “es que el ser humano es falible y pecador”. Y con explicaciones como esa no hay esfuerzo de superación, sino subrepticia complicidad. O implícito partido por medrar junto al más fuerte. Que el llamado de Cristo quede para la misa de los domingos o para los ritos, que son oportunidades de festejo. Y aquí vamos, en nuestros modernos y respectivos vía crucis. (O)