Cuenta la historia reciente del país que una sagaz mujer, de mediana edad, con dotes de camaleón y apetito voraz, ha tenido un rol protagónico en la dolorosa zaga de violencia que se vive ya por meses. Que con su presencia, audacia y contactos (muchos de estos extorsivos de ida y vuelta), habría logrado entronizarse en las cumbres narco-político-económicas de la sociedad ecuatoriana, para desde allí favorecer por igual a Sansón y los que no son, pero sobre todo autofavorecer sus cuentas.

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Y afirma, la misma narrativa fiscal reciente, que desde el superteléfono de esta supermujer los investigadores han podido hilvanar toda una telaraña de llamadas, peticiones y concesiones, en favor de actos administrativos corruptos, lavado de dólares y ajustes de cuentas. Desde lo más alto del liderazgo político nacional, con exasambleístas y asambleístas regionales a su haber, hasta lo más profundo de los dantescos centros carcelarios que tiene el país. Desde el poder antiético de las Cortes, hasta el poder letal de un balazo, ejecutado por algún sicario a cualquiera que ose interponerse a sus intereses.

No dejan de sorprenderme los superpoderes que esta historia atribuye a una mujer de apariencia común. Me hacen recordar aquellos días de reportería en la fuente policial en que se presentaba, con bombo y platillo, a un escuálido atracador de casas y se le atribuían todos los robos que en meses habían ocurrido en la ciudad, mostrando aparatos recuperados que difícilmente las escasas carnes del preso pudiesen haber movido.

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Pero asumiendo que sea cierto todo lo que revelan los chats (elevados estos chats a la categoría de prueba sancionatoria suficiente para el escarnio público), estaríamos asistiendo entonces a la consolidación de micropoderes, casi anónimos, que tienen la capacidad de cambiar el curso de la historia judicial, con aquello del sorteo a la carta de causas o el diferimiento de audiencias; trastocar el curso de la historia electoral, con el apoyo a una tendencia con una mano y el reparto de material electoral con la otra; o ser capaces de activarse a favor de un capo cuando son requeridos, con la misma astucia que meten en el congelador aquello que no quieren que avance.

Cuenta la historia que esta mujer-bisagra tenía la capacidad de abrirse para cualquiera de sus cuatro costados y volverse cómplice y beneficiaria de todos los acuerdos al margen de la ley que pudiese alcanzar, sin importarle pisotear al que fuese. Tampoco si de allí salpicaba sangre. Sería el ejemplo viviente de que la corrupción no tiene edad, sexo, lugar ni fecha en el calendario y se maneja con eficientes códigos, incluso no verbales, que hacen que fluya entre desconocidos.

Hoy esa sagaz mujer de este relato, de mediana edad, colabora con la Fiscalía para, otra vez, beneficiarse, como es evidente que hizo con cada uno de sus contactos y gestiones del mal. Su celular, cual caja de Pandora, se ha abierto para dejar salir a borbotones todo eso que ella había jurado a sus socios no decir. Muestra también de que la nueva generación de corruptos no está dispuesta a inmolarse por la causa. Menos por lograr que esto cambie en el país. (O)