Antes del traumático COVID-19, muchos, muchísimos, estábamos convencidos de la inutilidad de las vacunas que nos colocaron sin consultarnos desde muy niños. Lo considerábamos el pinchazo y posterior sufrimiento (fiebre incluida en algunos casos) más inoperantes de la vida, porque en la adultez no nos había pegado ninguna de las pestes que la justificaban, sin reparar en que justamente para eso es que habíamos ofrendado el brazo.

Algunos tildaban, y quizás siguen haciéndolo, a los padres de arbitrarios al someternos a tal tortura, como cuando le pusieron el nombre griego del tatarabuelo para continuar con una tradición monárquica sin piso.

Pero entre las cosas que cambió el COVID-19 no solo está aquello de que un resultado negativo (el del despreciable hisopado) se volviese motivo de alegría. También que voluntariamente hagamos filas para someternos hasta cuatro y cinco veces al otrora pinchazo “innecesario”, en procura de paliar, no evitar, el coronavirus.

Es eso entonces lo que tiene que pasar con la comunicación, en tiempos de tecnología extrema como los que vivimos y lo que falta por vivir. Sí, lo estoy afirmando y quizás hiperbolizando el tema, porque el enemigo invisible de la desinformación avanza a pasos agigantados, con la venia de todos los que podemos y hasta los que no estar al último grito de la moda digital y virtualmente abrimos la puerta y lanzamos la alfombra roja para que esa desinformación disfrazada de entretenimiento se apropie de nuestras conciencias y nos manipule hacia decisiones “3i” (para andar en la onda del nuevo lenguaje cibernético): inadecuadas, inútiles e interesadas.

Abramos los ojos ante una realidad que ya no tiene vuelta atrás: con nuestros propios esfuerzos compramos las herramientas, las más modernas, con las cuales la desinformación se consolida en nuestras mentes y comienza a manipularnos: decide qué comer y dónde; qué vestir y por cuánto tiempo; qué comprar o no; a dónde viajar y cómo… y nosotros, frente a esas hordas de aplicaciones y avalanchas de datos, desistimos con facilidad de utilizar quizás la única herramienta que el raciocinio nos deja: el ¿por qué? Ese que es nuestro, individual y que, aplicando dosis de criticidad y lógica, nos puede hacer reaccionar ante un algoritmo que ya aprendió de nosotros y ahora nos lleva a empujones por el sendero de sus auspiciantes. Caemos redondos en el dulce placer de lo que queremos escuchar, y confundimos estar entretenidos con estar informados. La diferencia básica entre esas dos situaciones es justamente que las toneladas de datos endulcorados se esmeran por hacer clic con los gustos, mientras que la información se encarga de llevarnos los datos, nos gusten o no, para el conocimiento y la toma correcta de decisiones. ¿Cuántas decisiones equivocadas les hizo tomar tal desinformación? ¿Han calculado el dinero mal invertido en esas simpáticas propuestas? ¿Lo pensaron?

Volviendo al paralelismo con el COVID, ¿tendrá la desinformación que convertirse en una pandemia para que sus cultores corran a hacer filas para vacunarse contra ella? Esperemos que no, y que prime la razón ante este otro enemigo invisible. (O)