El hispano-chileno Jorge Ewdards mantiene desde hace más de 50 años una íntima relación con París forjada a golpe de aeropuerto, de novela, de poemario, de credenciales diplomáticas y tertulias intempestivas en las que se mezcló con algunas de las mejores plumas latinoamericanas del siglo XX.

“París me ha dejado una formación literaria, recuerdos y páginas escritas, muchas páginas”, resumió en una entrevista con Efe Edwards, diligente en su actual puesto de embajador de Chile ante Francia.

Es en ese enclave situado en la avenida de la Motte-Picquet, allí donde su compatriota Pablo Neruda vivió entre 1971 y 1973, donde se inicia la ruta que estrena ahora el Instituto Cervantes y que recupera algunos de los trazos que Edwards (Santiago de Chile, 1931) ha desparramado por París.

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Su ruta literaria –que toma el relevo de las dedicadas por el Cervantes a Antonio Machado, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa y se adelanta a las que vendrán sobre Neruda o Vicente Huidobro– se centra especialmente en el París de Montparnasse, ese que Edwards frecuentaba cuando llegó por primera vez a París, en 1962 y como secretario de la embajada que ahora le toca gobernar.

“Las conversaciones alrededor de Montparnasse eran lo más intenso, lo más inspirador”, recuerda el literato y Premio Cervantes, quien refunfuña porque no logra encontrar espacio para la privacidad en su traje de embajador y “en una casa que Neruda llamaba el mausoleo porque le parecía muy fúnebre”.

En aquel entonces, el Jorge Edwards de 30 y tantos años invertía gran parte de sus madrugadas en varios cafés cercanos al cementerio de Montparnasse, rodeado de escritores, artistas, literatos, vino y conversaciones.

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“Me acuerdo de ese café La Döme, completamente cutre, no como ahora. Ahí llegaba Giacometti con amigas en la noche y bebía vino, de la casa, no refinado, y en cantidad”, rememora el autor de Persona non grata o El peso de la noche.

Se zambulle en ese París efervescente de los años sesenta y revive aquellas conversaciones en los aledaños del cementerio de Montparnasse, donde solía acercarse a visitar la tumba de Baudelaire.

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“Ahí llegaba Julio Cortázar, el poeta chileno Enrique Lihn, pintores como Roberto Mata, Antonio Saura, un pintor argentino Antonio Seguí...”, sigue recordando el hombre que escribió Los convidados de piedra, y que pronto cumplirá 82 años.

En esas calles de la margen izquierda del Sena es también donde conoció al ahora premio Nobel Mario Vargas Llosa, antes de que le llegara la fama literaria con La ciudad y los perros. “Hacíamos una tertulia más o menos aburrida, en la radio. Y luego, en el café de la esquina, una tertulia muy divertida que no se retransmitía, en la que hablábamos de Cortázar, de Borges, hasta de Cervantes o de Dostoievski”, dice sonriendo y recordando sus años de corresponsal en París y aquel mayo de 1968.

Medio siglo después, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, le ofreció ocupar el puesto de embajador en París y porque la capital francesa lo tentaba aceptó el cargo burocrático.

En su cargo, este abogado y diplomático formado en Princeton se confiesa más madrugador, menos noctámbulo. Se levanta temprano, a las seis y media. Escribe. Después, se viste de embajador y la vida diplomática le devora hasta que llega la noche y regresa al refugio de la página en blanco, casi a hurtadillas, cuando todos duermen.

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A finales de año dejará su puesto en París y se trasladará probablemente a Madrid, donde busca un piso de alquiler con terraza en el que pueda dedicarse a sus libros, sin cocteles, sin actos, sin almuerzos.