El ciudadano común suele asociar el concepto de corrupción con las esferas altas, con contrataciones millonarias o con ‘acuerdos entre privados’, como dijo un expresidente que pretendió deslindar responsabilidades en un caso de sobornos.

De esta manera, la población cree que la corrupción no le afecta y por lo tanto no le atañe combatirla. Pero esa es una percepción errónea, pues la corrupción –que tiene muchos rostros– contamina y pudre lo que encuentra al paso.

Según el Banco Mundial, las empresas y las personas pagan cada año más de un billón de dólares en sobornos. Contratistas, funcionarios, evasores de impuestos y ciudadanos comunes sucumben a prácticas corruptas para tomar atajos y recibir ventajas o prebendas.

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Son prácticas que no se delatan, no se denuncian ni se persiguen, porque tal vez no se las ha sopesado en su real dimensión. Pero que, al quedar impunes, engendran más corrupción y fomentan una cultura destructiva que soslaya el cumplimiento de las leyes y afecta la confianza en el sistema de justicia, imponiéndose la aceptación a la viveza criolla, el palanqueo, el soborno y prácticas temerarias que logran incluso aupar candidaturas en los procesos electorales o desestimar procesos judiciales y dejar en libertad a los corruptos para que salgan orondos a disfrutar de los dineros mal habidos.

Debe ser una prioridad de la sociedad y de cada ciudadano proponerse recuperar valores como la integridad a todo nivel, educar en los hogares, planteles, instituciones y en los ambientes colaborativos para comprender y promover la importancia de la transparencia, la rendición de cuentas y la urgente gestión para recuperar los activos robados.

El poder radicará en la conciencia colectiva para exigir a legisladores, gobernantes y organismos de control que, además de trabajar en la prevención, procesen a los corruptos y recuperen lo robado.

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La impunidad y que se pueda disfrutar de lo robado es el mayor incentivo para que no cese la corrupción. (O)