Ayer, el país empezó a recobrar la paz. Los mercados amanecieron medianamente abastecidos con productos agrícolas provenientes de Perú y de la Sierra ecuatoriana, aunque los precios aún se mantenían elevados por el pago de 150 dólares exigido por extorsionadores a cada camionero para permitirle transitar.

Esta vez, en torno a las violentas protestas de indígenas —y de colaboradores señalados como miembros de guerrillas urbanas infiltrados—, a diferencia del paro de octubre de 2019, han caído algunos velos y surgen desmentidos respecto a la utilización de la situación dramática de pueblos indígenas y al financiamiento de las movilizaciones y ataques con la finalidad de desestabilizar al Gobierno. Es innegable la contribución del correísmo, cuyos asambleístas, identificados como UNES, tenían previsto continuar en esa vía, anoche, en la Asamblea Nacional.

Aunque inicialmente el bloque de Pachakutik había señalado que no apoyaría la destitución del presidente de la República, luego el coordinador de esa agrupación, Marlon Santi, en un comunicado pidió a sus asambleístas que sí lo hagan.

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Son varias las lecturas que se deben hacer con relación al infructuoso diálogo que buscaba un acuerdo pacífico, impulsado por cientos de organizaciones de la sociedad civil, que contaba con un amplio respaldo de la ciudadanía y ofrecía la intermediación de veedores de prestigio, pero que por parte del dirigente Leonidas Iza cada vez ofrecía mayor resistencia, tal vez porque al decimosegundo día se le volvieron incontrolables los manifestantes violentos que pedían derrocar al Gobierno.

La mayoría de los ecuatorianos no quiere eso, ni enfrentamientos estériles que ahonden diferencias. Son menos, muchísimo menos, quienes persiguen ese fin en beneficio de afanes personales y partidistas; ellos deben ser identificados y sancionados. Debe darse, eso sí, una búsqueda genuina y pronta de soluciones para los problemas estructurales que generan protestas sociales, comunicando todo avance de manera asertiva. (O)