Corría el año 1933 y la sociedad estadounidense se hundía en el pantano de la Gran Depresión. El desempleo crecía vertiginosamente, millones se empobrecían casi a diario en una crisis sin precedentes. El 4 de marzo de ese año, Franklin Roosevelt asciende al poder como presidente de los Estados Unidos. La nueva administración trajo cierto optimismo. La primera movida de Roosevelt fue convocar al Congreso a una sesión extraordinaria para que le aprobara una serie de proyectos legislativos. Demócratas y republicanos dejaron de lado sus desacuerdos y se pusieron a trabajar. En cosa de tres meses la legislatura estadounidense, que está compuesta de dos cámaras, aprobó más de 70 leyes, 15 de las cuales fueron las de mayor impacto en el plan de recuperación económica. Sí, en tan solo 100 días los congresistas estadounidenses trabajando a toda máquina, debatieron, negociaron y aprobaron centenares de disposiciones legislativas para sacar a su país de tan pavorosa situación.

En nuestro país nuestra legislatura no ha sido capaz de debatir un proyecto de ley de apenas 300 y pico de artículos en 30 días, proyecto que tiene como finalidad enfrentar el gravísimo problema del desempleo, la superación de una profunda crisis económica y el establecimiento de una reforma fiscal importante. Cinco miembros del Consejo de Administración Legislativa (CAL) tomaron el inconstitucional atajo de devolverle el proyecto al presidente Lasso, evitando de esta manera que el resto de los asambleístas cumplan con su elemental obligación: legislar. Para eso les pagamos su sueldo, para que legislen, para que debatan, para que propongan soluciones, para que colaboren con el Ejecutivo mejorando sus iniciativas o planteando alternativas. Pero no. Lo que han hecho es simplemente autocastrarse y darse un nuevo tiro que deja al desnudo su incapacidad para trabajar en algo que resulta tan común para los legisladores de cualquier otro país, como es el debatir una ley. Pero no solo eso. Lo que han hecho es revelarse como una clase indolente, a la que le importa un comino la situación que atraviesan millones de ecuatorianos luego del fracaso del experimento socialista por más de una década y empeorada por los efectos de la pandemia. Para ellos no existe el desempleo y su impacto en las familias, ni les va ni les viene el narcotráfico, la corrupción judicial, los hospitales y las escuelas. Viven plácidamente en su burbuja sin ni siquiera debatir una simple ley.

La Constitución manda que la Asamblea, y no el CAL, que es un órgano administrativo jerárquicamente inferior a ella, es quien debe debatir los proyectos de ley enviados por el Ejecutivo con o sin el carácter de urgente en materia económica. Y en este último caso la disposición constitucional (art. 140) es clara: si transcurridos 30 días desde que la Asamblea recibió el proyecto, ella no lo aprueba, reforma o niegue –no habla de devolverlo–, el presidente deberá promulgarlo

como ley. (Sabemos que es difícil para nuestros políticos entender que las leyes secundarias no pueden reformar la Constitución). Por ello es por lo que al devolverle el proyecto de ley al presidente, lo que el CAL ha hecho es obligarlo a promulgarlo en el día 31, es decir, en menos de 20 días a partir de hoy. Y que no vengan luego a hablarnos de dictadura. (O)