Los culpables fueron el mono Dávila y la Rosita Feraud, queridos amigos de mis padres. Ellos nos ofrecieron su casa en Ballenita; ellos nos llevaron a pescar langostas en Ayangue y nos enseñaron lo que era el verde asado y el morocho de dulce de La Libertad y el cebiche de concha de La Lojanita; y lo que fue peor: nos hicieron ver una puesta de sol desde Punta Carnero. Lo que nos acabó de perder fue el casamiento de mi hermana Pati con otro mono y la llegada de los sobrinos. Toda mi familia cayó rendida de amor ante Guayaquil y la Puntilla de Santa Elena: sus paisajes y su comida pasaron a ser parte de nuestro paisaje interior. La visita a la playa de Chipipe en Salinas, desde donde hoy escribo (encerrada por su hedor insoportable), se nos volvió necesaria. Desde 1977 venimos regularmente.

Caminar desde Chipipe hacia el malecón acompañados del rumor casi mudo de las olas; con ese aire salino, limpio, terminante que nos limpiaba hasta los malos pensamientos; con la vista casi perdida en ese azul, a veces profundo, a veces tenue, pero siempre infinito, se sentía como un pequeño paraíso en el pecho. Niels Olsen, nuestro ministro de Turismo, la podía haber vendido como lo que era: la mejor playa del Ecuador.

Alcantarillado en Salinas

En estos años la ciudad de Salinas ha crecido para mal. La mala suerte la persigue. Desde que la excelente cebichera se convirtió en pésima alcaldesa, ha ido de tumbo en tumbo. Para remate la provincialización sacada de la manga y de la noche a la mañana la convirtió en lo que ahora es, una triste urbe repleta de gente pero abandonada a su suerte.

Salimos al reencuentro de ese rumor casi mudo de las olas; de ese aire salino (...), el hedor nos obligó a volver.

En abril de 2022 Santi y yo nos pegamos una escapadita y ¡oh sorpresa!, la calle estaba abierta de par en par, una operación de alta cirugía se llevaba a cabo en su alcantarillado. Cada día venía una cuadrilla de unos seis trabajadores y movían una piedra, colocaban unos palitos que parecían señalar algo o simplemente tomaban fotos a la vía mientras caminaban de un lado al otro. Ocho meses más tarde la situación es peor, han roto las veredas, un agua pestilente se desborda de alguna parte y los de la cuadrilla han venido una sola vez a cavar desorientados, a comer y dejar tiradas botellas, fundas y vasos, y a tomar fotos.

Así se recibió el 2023 en Salinas: hubo música, baile y quema de monigotes en zonas de la playa

Los que sí llegan en tropel son los turistas. Todo en ellos rebosa: rebosan los licores que bajan de sus carros; rebosa el ruido de sus gritos desordenados y de sus parlantes reguetoneros; rebosan las tarrinas, pañales, botellas, bolsas, puchos, vasos y restos de comida que tiran con impavidez; rebosan la grosería, la falta de respeto, el tráfico endemoniado. Y por si fuera poco abundan, rebosan y apestan ¡las infinitas cacas de infinitos perros!

Y ahora ¿qué puede hacer Niels Olsen, nuestro ministro de Turismo? Llorar, putear, vomitar de asco y desobligo, ¿qué más?

Esta mañana, ya sin gente, retomamos la ruta del malecón, a veces la naturaleza con su inagotable paciencia hace milagros, pensamos. Salimos al reencuentro de ese rumor casi mudo de las olas; de ese aire salino, limpio, terminante que nos limpiaba hasta los malos pensamientos; de ese azul, a veces profundo, a veces tenue, pero siempre infinito… el hedor nos obligó a volver. (O)