¿Dónde estaban ustedes la tarde del 4 de octubre último cuando se cayeron Facebook, Instagram y WhatsApp, ¡sobre todo WhatsApp!, por varias horas? Algo insólito, considerando que caídas anteriores habían sido mucho más cortas.

Yo estaba en el pasillo de un hotel boutique, en pleno centro de Madrid, a pocas cuadras de la plaza del Sol y cerquita de la Gran Vía. Maleta en mano, laptop en la otra, acababa de llegar para pasar una semana laboral en la capital española, cuando me estrellé con esa realidad: cansado, tras una maratón que incluyó casi veinte horas entre aeropuertos y aviones, arrastrando el pesado equipaje y mi equipo editorial, resulta que no podía acceder a mi habitación porque los códigos con que se abrían la puerta principal y la de mi cuarto me habían sido enviados por el anfitrión (al que nunca vi) justamente por WhatsApp en el momento mismo en que se produjo el apagón digital. Y él estaba seguro de que había cumplido su parte.

Entré en ansiedad, bordeando la desesperación, mirando todo el tiempo el símbolo de conexión que presentan las pantallas y que no dejaba de dar vueltas sin lograr señal. Intenté conseguir los códigos por teléfono, sin suerte porque ese procedimiento el anfitrión no lo consideraba seguro; hasta que finalmente, triangulando con una cuenta de Signal y otra de LinkedIn, operativa desde Guayaquil, logré que me pasaran los códigos y accedí al hospedaje.

Dicho esto, debo confesar que, durante el tiempo que duró mi crisis de acceso, caí en una especie de síndrome de abstinencia, que luego fue derivando en un capítulo intenso de ansiedad, al no poder comunicarme “normalmente” con mis contactos profesionales y familiares.

Ese día en el hotel boutique ganó certeza una teoría de la que he venido leyendo y analizando en mi búsqueda permanente de explicaciones y prospectivas de la era digital: la humanidad ha ascendido a los teléfonos celulares inteligentes al mismo nivel de las drogas, por el rango de adicción que ambos comparten.

Lo dicen muchos especialistas de la sicología, sociología y los neurólogos que, desde hace ya varios años, han asumido la tarea de descifrar cómo afecta y cambia el cerebro humano desde el boom tecnológico.

Ahora, sean sinceros como yo y piensen cuáles fueron sus síntomas aquel 4 de octubre por la tarde. Admitamos juntos que el smartphone es más que un artefacto del hogar o una herramienta de trabajo, con el agravante de que, a diferencia de la droga, nadie considera al celular como algo negativo; todo lo contrario, cada vez se lo acercan a sus niños más pequeños para que se entretengan y asimilen lo bueno, lo malo y lo feo que puede circular por las redes sociales.

Cuadros de estrés, frustración, depresión y hasta trastornos alimenticios ocasionados, por ejemplo, por querer la mejor figura para Instagram, eran ya síntomas que se han vinculado con la tecnología. Pero ahora los expertos hablan con absoluta seguridad de que no existe mucha diferencia entre la adicción a las drogas y la adicción al smartphone. Preocupante situación en sociedades como la nuestra, donde muchas de esas patologías son objeto de burla y solo se atiende lo que duele, o sangra. (O)