Pasó inadvertida en esta semana, en medio de tanto sobresalto callejero, una conmemoración simbólica para los periodistas y que debería serlo igual para la democracia: los 50 años del descubrimiento del emblemático caso de Watergate, que poco más de dos años después de iniciado motivó la renuncia forzosa, por primera vez, de un presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, quien utilizando el poder espió a sus rivales político-electorales.

El funcionamiento correcto de las instituciones del Estado está más allá de los gobiernos, más allá de las presiones...

¿Qué lecciones nos dejó para la posteridad aquel hit informativo de los periodistas de The Washington Post? La primera, que el poder con mucha frecuencia enceguese, obnubila y a veces hasta transforma radicalmente a quien lo ejerce, sea desde las altas esferas gubernamentales o políticas en general, sea de las altas esferas gremiales, empresariales, étnicas, o en cualquiera de sus formas. Ocurre cuando no se está claro que el poder es para servir a y no para servirse de quienes permitieron alcanzarlo.

Otra más: que al sentirse poderosos, hay quienes olvidan el cuidado de las formas y cometen enormes errores y abusos. “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, decía Lord Acton, célebre historiador inglés del siglo XIX, y cuán vigente sigue ese concepto.

Más lecciones: que en las fuentes extraoficiales es donde está el verdadero periodismo, sobre todo aquellas como la de Watergate, que a cambio de mantener el secreto de su identidad es, sin duda, una de las fuentes que mayor aporte hicieron a la sociedad. Y si esa fuente hubiese sido víctima de algún abuso de autoridad, como lo fue Garganta Profunda al negársele el ascenso que le correspondía en el FBI para convertir el más alto cargo en cuota política, es probable que estemos ante una “fuente despechada”, una “viuda del poder”, como las denomina Daniel Santoro, célebre periodista argentino. Ah, y ¿cuánta información produce el despecho? Muchísima y usualmente de excelente calidad.

La última lección, de las innumerables que podríamos citar respecto a Watergate, tiene que ver con lo importante que es para cualquier sociedad que sus instituciones funcionen y que los poderes sean indiferentes a presiones políticas o económicas de quienes mueven los hilos. Una justicia que hizo su trabajo, una sociedad que lo permitió y vigiló y un mando principal del Estado que al avizorar que la ola era gigantesca, decidió romper con lo establecido e irse. El funcionamiento correcto de las instituciones del Estado está más allá de los gobiernos, más allá de las presiones, más allá de la corrupción que permanentemente intenta cooptarlas, más allá de los chantajes.

Me viene esto a la mente al ver en acción en las calles de Quito a algunos de los protagonistas de los horrendos capítulos de convulsión que se vivieron en octubre de 2019, con similares propósitos y se cree que con el mismo respaldo oculto. El poder actual, Ejecutivo-Legislativo, amnistió a muchos de ellos de los delitos a los que debían responder y ahora vuelven a intentarlo. Una evidente muestra de manoseo de las instituciones que, por las razones que sea, ha demostrado que no paga bien. Ojalá y ahora sí, pasada esta crisis, pueda rearmarse el país. (O)