Allá por 2006, cuando apareció en el escenario político el joven exministro de Economía, sin pasado político, con un discurso disruptivo de cambio políticamente correcto, que condenaba a la clase política y proponía una revolución ciudadana de manos limpias y corazones ardientes, no se necesitaba hacer mucho esfuerzo para coincidir con sus postulados, para sentirse atraído por sus ideas.

Por aquellos días, la clase política, con muy pocas excepciones, estaba entretenida devorándose el poder repartido desde las altas esferas del Estado, repartiéndose los jugosos contratos públicos y enfrentándose entre ellos por los mejores pedazos del faisán. Y en esas disputas, la justicia, también con muy escasas excepciones, era uno de los tantos cuadriláteros de la disputa. El abuso del derecho, la manipulación de la ley y de las instituciones procesales estaban a la orden del día. Los amparos constitucionales servían para todo y se compraban y vendían según las necesidades y situaciones del caso.

El deterioro de la credibilidad de la clase política en su conjunto (gobierno y oposición) hizo que la candidatura de Rafael Correa –precisamente afincada en el desprecio a todo ello, a tal punto de no presentar candidatos al Congreso Nacional, y la promesa de un nuevo comienzo– se disparara y lo llevara no solo a la Presidencia con una arrolladora votación, sino luego, a arrasar en la consulta popular, en la Asamblea Constituyente y en cuanta elección convocó, durante los primeros años de su gobierno.

... vemos con temor cómo los políticos lucen amnésicos o irresponsables, tentando al cansancio popular...

El Ecuador clamaba por un cambio, y este joven comenzaba a dar muestras de que tenía la fuerza y convicción de liderarlo de verdad.

Lo que ocurrió después, ya lo sabemos y ha sido materia de múltiples columnas en este espacio, y por las cuales, en algunas ocasiones, me gané un sitio protagónico en el insultadero sabatino del presidente, por el pecado de disentir de la verdad oficial y defender las libertades secuestradas o amenazadas durante su gobierno.

Con motivo de la pública disputa entre Ejecutivo y Legislativo por la designación del superintendente de Bancos, en la que ninguno de los bandos guarda ni siquiera la forma, he traído este pedazo de historia, estimado lector, para recordar cómo estábamos en 2006 y compararlo con el 2022.

¿Cree usted que estamos mejor? ¿Acaso cree usted que la clase política ya no se disputa a golpes el poder? ¿Que la justicia ya no es un cuadrilátero en la que se disputan pedazos de la troncha? ¿Que ahora las acciones de protección cumplen las veces de los tan satanizados amparos constitucionales de la época precorreísta?

Desde esta columna vemos con temor cómo los políticos lucen amnésicos o irresponsables, tentando al cansancio popular; olvidando lo que ocurrió hace casi 16 años y cómo terminamos.

Vemos con preocupación cómo, poco a poco, parecen estarse gestando las condiciones para que el hartazgo de las grandes mayorías, por los abusos y excesos de la clase política, emborrachada de poder y egos, se canalice a una propuesta de ruptura política, cuidado, más extrema que la revolución ciudadana. ¿Será que estamos volviendo al 2006? (O)