Qué ha pasado en nuestra sociedad, donde el poder, considerado como tener dinero, carros de lujo, consumir drogas, es un dios al que se sacrifican vidas.

Las personas privadas de libertad no son distintas de nosotros, en muchos casos son nuestros vecinos, conocidos. Los sicarios jovencitos son de algún barrio donde los vimos crecer y jugar, también pasar en la calle y estar solos, aunque estén en grupo. Viven en casas pequeñas, donde la escasez de lo esencial no siempre quita la alegría de vivir. Pero que al compararla con la publicidad que dice que nuestra felicidad está en tener una tarjeta que nos permita comprar todo, ir de crucero, tener vehículos de lujo, hace sentir lejana esa posibilidad de ir por la vida con aquello que los “muy mucho” tienen y ellos no. Un mundo de apariencias y de confort que choca con el viaje de horas en la metro, el trabajo en las calles de sol a sol o bajo la lluvia o el buscar algo para vender en medio de una pandemia que no da tregua.

La violencia no se justifica ni se romantiza; produce dolor, angustia; quita a muchos el sentido a la vida. Una sola persona que muere abatida por otra es un fracaso de toda la humanidad, un sinsentido que nos sume en la desesperanza.

¿Por qué llegamos a esto? ¿Por qué cedimos a propuestas “indecentes”? ¿Por qué nos resultó atractivo ese mundo de corrupción y mentiras? Desde las altas esferas a las más pequeñas, somos responsables por acción o por omisión. Las personas privadas de libertad tienen armas sofisticadas y todos lo denunciamos y nos escandalizamos; pero ¿cómo entran?, ¿quién las deja pasar?

Filmamos y mostramos videos de atropellos, como si estuviéramos a la caza del último desastre.

Estuve en la prisión que llaman La Roca, a la que las PPL temen. ¿Por qué tanto temor?, porque esa prisión te obliga al aislamiento, a estar solo contigo mismo, y eso muy pocas personas lo pueden soportar. Enloquecen. Salvo seres excepcionales, como Gandhi, Mujica y muchos otros que salieron más sabios y se convirtieron en guías potentes de la humanidad, el resto no puede soportarlo.

Siempre me pregunto por el mal y su existencia. No creo en ángeles malos ni en el demonio, porque no concibo que la bondad cree el desamor. Pero el mal, la maldad, la percibimos todos los días con mayor o menor fuerza. Pienso que la maldad no es una presencia, es una ausencia agobiante, vertiginosa; la maldad es la ausencia de amor. Y hay mucha ausencia en el mundo.

¿Habrá algún tipo de violencia que sea lugar de encuentro con la divinidad? La humanidad ha inventado a lo largo de su historia muchos ritos sangrientos y sacrificios humanos para complacer a la divinidad, que pensaban que quería que el ser humano le entregara lo más precioso que tenía. Un dios a nuestra imagen y semejanza en lugar de nosotros a semejanza de Él.

Hay que invertir, además de hacer frente a las urgencias de una violencia desatada, y crear mejores condiciones de salud, trabajo, vivienda para todos, en una educación que permita la libertad de elegir, de ejercer un poder creador, de resolver conflictos, de festejar la diferencia y la inclusión. Poner el acento en el ser humano. Eso deshace el poder de la violencia, porque apunta a la vida, no a la muerte. A la maravillosa oportunidad de ser. (O)