Un tercio de su tiempo diario, es decir alrededor de ocho horas, lo dedica la nueva generación de jóvenes a lo que ha sido bautizado como “ocio digital”: un combo de redes sociales, contenido audiovisual y videojuegos. Sobre todo a este último, el mundo de los videojuegos que soterradamente está en muchos hogares, en diferentes intensidades y formas de acceso, y que a través de combates, competencias y algunas dosis de violencia se han convertido en un vehículo de comunicación muy efectivo entre los jóvenes.

Las cifras del estudio al que me refiero son de la fundación española FAD Juventud. No conozco estudio de esa dimensión de este lado del mundo. Revelan, al igual que el amplio espacio que ahora los jóvenes, de entre 15 y 29 años, les dan a los videojuegos, que “solo” queda otro tercio, alrededor de ocho horas también, para las actividades formales de educación, trabajo e intercambio social de carne y hueso, porque el otro tercio del día debería ser para dormir. Muchos jóvenes, no obstante, le están robando tiempo al sueño en favor de ese videojuego que los tiene capturados y que les permite en las madrugadas, con internet menos congestionado, interactuar con otro jugador que puede estar en sitios tan lejanos como el Japón. De hecho, hace más de quince años, cuando visité algunas ciudades japonesas, invitado por su Cancillería, ya existían edificios de varios pisos dedicados por completo a los videojuegos; también empresas que ofertaban terapias de desintoxicación para aquellos jugadores que caían en pozos depresivos o ataques de ansiedad.

Esta es la parte del estudio que más captó mi atención, por ser el elemento silencioso que va ganando espacio incluso en los menores, niños con menos de 10 años cuyos mamá o papá, en el afán de realizar otras actividades, les entregan con frecuencia el celular conectado a internet para que se entretengan y el chico inmediatamente se conecta con un juego que lo llena de “regalos” virtuales.

Estamos así, y desde hace rato, en el metaverso del que se habla ahora oficialmente con el cambio de nombre de Facebook, y que, en el afán de explicarlo rápido y sencillo, diría que es un mundo paralelo con todas las opciones que deseamos de ese mundo, en versión virtual, intangible, pero a la vez al alcance de nuestro teclado.

Más datos rápidos: su vecino de dormitorio usa mayoritariamente redes sociales con amplitud y tres de cada cuatro de ellos “siguen” virtualmente a creadores de contenido, influencers, en los que incluso invierten parte del poco dinero que manejan. Y quieren ser como ellos.

No, todo esto que digo no tiene el afán de asustar a nadie. Sería ilógico asustarse a estas alturas del partido. Tiene el afán, sí, de despertar el interés de ustedes, mis lectores, por conocer el navegar de nuestros niños y adolescentes en un mundo que ya cambió definitivamente, y una vez entendido poder estar más cerca de ellos en su tránsito por ese mundo, como cuando lo llevábamos de la mano a su primera clase de fútbol o béisbol, o de danza y canto, sin que necesariamente nosotros hubiésemos pateado o bateado una pelota; o bailado de puntillas y cantado más allá de la ducha. Igualito. (O)