El mes pasado marcó el inicio de una nueva década en mi vida, y con esto un viaje que no olvidaré. Es verano en el hemisferio sur: disfrutamos de días soleados, cielos despejados, aguas calmas y colores vivos que pintan paisajes bellos. Estas condiciones me acompañaron en mi travesía hacia el continente blanco, el último descubierto por el hombre, la Antártida.

Salimos de Ushuaia, Tierra del Fuego, a bordo del National Geographic Explorer, con el objetivo de explorar este desierto de cristal combinando ciencia, turismo y educación. A la entrada del continente se encuentra el Pasaje de Drake, uno de los mares más desafiantes de navegar. Al igual que un guardián que cuida la entrada hacia un mundo secreto, el Paso de Drake decide quién lo cruza y quién no. Puede estar calmado cual un lago, o revuelto y agresivo demostrando su gran poder. Afortunadamente, el pasaje nos dio la bienvenida con sus inusuales aguas serenas, y así llegamos a la península antártica. Nunca olvidaré mi expresión de asombro e incredulidad al despertar y ver icebergs a través de mi ventana, ni al cruzar el canal Lemaire, durante el cual se sintió que mi respiración y el tiempo se detenían.

La Antártida contiene el 90 % del hielo del planeta Tierra y por ende es la mayor reserva de agua dulce. Es el termostato de nuestro mundo, desde el cual se regulan las corrientes oceánicas y las condiciones atmosféricas. Al congelarse durante el invierno, su hielo absorbe los gases de efecto invernadero y los lleva hacia las profundidades del océano. Es también el continente más frío, ventoso y elevado que existe, pues la meseta antártica está a 3.500 msnm.

Las condiciones de este ecosistema limitan la diversidad de las especies, pero permiten que exista mayor abundancia de cada una. Es común encontrarse colonias de pingüinos que superan los miles, e incluso se han encontrado colonias que superan el millón. Entre el graznar de los pingüinos –¡wa, wa, wa, waaaaa!– y su olor a guano, encontré una inmensa alegría, además de una nueva apreciación por los excrementos de los animales. El de las ballenas, por ejemplo, ayuda a combatir el cambio climático: sus heces contienen mucho hierro que alimenta al kril y fertiliza los océanos, aumentando su capacidad de absorción de dióxido de carbono.

El ecosistema antártico es muy distinto a lo que he conocido antes. En la proa del barco y durante la navegación, en vez de delfines nos escoltan pingüinos que saltan y juegan mientras buscan su comida favorita: el kril. Este pequeño crustáceo es la base de la cadena alimentaria y el plato favorito de las ballenas, focas y pingüinos de la zona. Las ballenas jorobadas, las de aletas, las Minke e incluso las orcas nos invitaron a observarlas mientras disfrutaban del banquete. ¡Nunca había visto tantas especies de ballenas juntas!

Como parte de nuestra travesía visitamos lugares históricos, como antiguas estaciones balleneras en Isla Decepción, y bahías que sirvieron de refugio para intrépidos exploradores que han naufragado, como Isla Elefante. Me siento inmensamente agradecida de haber vivido esta experiencia llena de magia y surrealismo. (O)