El editorial del día domingo 30 de enero de EL UNIVERSO conmueve. Un hombre en el suelo tirado en la nieve donde cayó, en una calle de París, muere por hipotermia, pasa nueve horas a la intemperie sin que nadie se detenga a ver qué pasa, en qué puede ayudar. Somos la sociedad de las prisas, del miedo, del no detenerse para no comprometerse. Ya Jesús hace más de 2.000 años había relatado la parábola del buen samaritano herido a la vera del camino. Nadie se detuvo de los religiosos o compatriotas. Algunos iban al templo, tenían urgencia de encontrarse con Dios. No se detienen por un herido caído en el camino, que los volvería impuros para los ritos sagrados. Solo lo hace una persona del pueblo enemigo, lo atiende y lo lleva donde pueden curarlo. Él fue el que se hizo próximo al necesitado.

Creo que, si no hubiera sido en una gran ciudad europea, hermosa, con muchos migrantes, donde todos tienen miedo de todos y se encierran en su cascarón, si hubiera ocurrido en cualquier barrio vulnerable de los nuestros, de esos llenos de agua y lodo en la etapa invernal, otra hubiera sido la realidad.

Un día, a las 14:30, iba caminando por las calles a esa hora solitarias de la Ferroviaria, donde vivo. Vi pasar un anciano en una bicicleta que miraba para todos lados. Atendí una llamada a mi celular que estaba a punto de agotar la batería. Alguien me pedía ayuda para resolver unas preguntas de un ejercicio de creatividad. Me interesó tanto que caminaba absorta por las calles, teléfono en mano, cartera colgada del brazo, intentando resolver en minutos el desafío que me planteaban. De pronto, una moto se para unos metros más adelante, un joven bien vestido, apuesto, corre hacia mí, trata de arrancarme el celular, yo forcejeo, sin darme cuenta de que era un robo. El anciano de la bicicleta aparece, huyen los de la moto, llaman a la Policía que los identifica en un barrio cercano. Yo salgo de mi estupor. El señor de la bicicleta estaba rondando a los motociclistas porque pensó que eran ladrones, se opuso al robo y los alejó.

Iba caminando hacia la Corte de Justicia, un sol tenaz hacía la caminata aún más larga. Al cruzar una calle me resbalé y caí de rodillas en la calle. No sé de dónde aparecieron unos brazos que me levantaron en vilo, sacudieron mi ropa. Un joven me preguntó cómo me encontraba, se ofreció a acompañarme las cuadras que me faltaban.

En pleno pico del ómicron, había enfermos en la casa, tenía que comprar remedios escasos. Pedí un taxi, no conocía al chofer, recorrimos durante dos horas las farmacias de la urbe, con largas colas y escasez de medicamentos. Estaba agotada, me faltaban los catéteres para el suero. El chofer me dice ‘tengo un pasajero al que siempre llevo a una clínica donde trabaja. De pronto, en la farmacia interna de ese hospital hay’. Llamó por teléfono, le respondieron, y me vendieron con factura y a los precios correspondientes los deseados implementos. Nadie aceptó propinas. Estamos para ayudarnos fue la frase.

Lo que pasó en París creo que no pasaría en Ecuador. Este pueblo guarda en sus entrañas las semillas de la solidaridad y la empatía que el miedo colectivo no ha logrado todavía arrancar.

Quizás ese sea uno de los valores a defender en medio de las medidas de seguridad.

Los demás nos importan. (O)