Esos consejos que incitan a desprenderse del tiempo vivido, me sorprenden. ¿Acaso verbalizado en el sillón del terapeuta, es una carga, una herida que no cicatriza, aunque se diga que en hablar sobre los pesos anímicos empieza su superación? Hay muchos peleados con lo que dejaron atrás, a tal punto de negar ese incidente o a esa persona que desquició algún orden o, simplemente, de sepultarlos en olvidos voluntarios. La psiquis se defiende.

Como es deseable que la madurez ponga en sus debidos sitios los aciertos y los errores, para sobre ellos levantar la firmeza de una personalidad, a veces se consigue con lucha solitaria, otras con ayuda profesional. La salud del alma tal vez es un imponderable, pero los individuos saben cómo se sienten y sospechan qué los martiriza por dentro.

En términos colectivos es otra cosa. Desconocer el pasado en tan temerario como peligroso. Los pueblos tejen sus relaciones identitarias sobre telarañas endebles si no comprenden de qué fuentes emergen los valores, los derechos y las leyes que los comprometen con un país y una nacionalidad. El ovillo de los latinoamericanos es largo: pasa por las culturas aborígenes y España, pero no por eso los otros núcleos de raza y cultura están ausentes del mosaico de nuestra diversidad. A fin de cuentas, resulta imperativo saber quiénes somos y cómo hemos llegado adonde estamos. Y eso solo lo podremos responder mirando hacia atrás, balanceando las cadenas de experiencias que desembocan en el presente.

La salud del alma tal vez es un imponderable, pero los individuos saben cómo se sienten y sospechan qué los martiriza por dentro.

Por esta convicción, aprendo ahora del libro Otero de mi admirado maestro Eduardo Peña Triviño, de recentísima circulación, en el que con el pretexto de narrar hitos de vida propia –qué valiosa y fructífera vida– el narrador recrea puntos nucleares de la historia de nuestra ciudad y del Ecuador de los que puede dar testimonio de involucramiento. Su respetable edad y sus colaboraciones políticas, a la par que su espíritu estudioso, lo convierten en una voz que merece crédito y que aporta lecciones de historia y de comportamiento honorable. Me ha exigido mi propia cuota de testigo para refrescar y corroborar que la historia la vivimos todos, en conjunto, compartiendo responsabilidades de ciudadanía.

En esta semana, cuando se ha cumplido el centenario de la rebelión obrera del 15 de noviembre de 1922, el ambiente cultural ha estado cruzado por los vientos de la evocación y del análisis. El hecho marcador de la intervención popular como lenguaje público, la respuesta violenta del poder (¿27 o mil muertos?), las consecuencias de agruparse para defender derechos están escritos en la historia nacional y es de rigor que se resucite y recree, aunque otros hablen de “la verdad”. A estudiar se ha dicho.

Frente al libro del Dr. Peña y al aniversario de un hecho memorable, me pregunto cuán próximos o distantes están los jóvenes actuales de ese tiempo pasado que ha conducido al Ecuador a las realidades que nos agitan y perturban. Se trata de lecciones de vida, de sucesos constructores de conciencia y quehacer, de una armazón donde caben espejos, grabaciones, huellas, para encontrar los caminos del presente y del futuro. En el acto de leer un libro y en el rito de lanzar cruces sobre el río Guayas, nos podemos encontrar a nosotros mismos. Porque pese a lo que diga Proust, el tiempo no se pierde. (O)