Desde mediados del siglo XVIII la Ilustración proclamó la importancia de justificar nuestro actuar a partir del conocimiento minucioso de los hechos y con la primacía de la razón, y privilegiar las elecciones personales pues ya no aceptamos hacer sin más lo que una autoridad nos pide que hagamos. Por eso estamos guiados por leyes, normas y reglas. La filósofa española Marina Garcés, leída y citada entre los universitarios de hoy, afirma que vivimos el tiempo de la antiilustración y que, por esto, en el campo político “crece un deseo autoritario que ha hecho del despotismo y de la violencia una nueva fuerza de movilización”.

La lucha de los sectores populares puede ser legítima, mas las formas cuentan y estas le dan sentido o no a la protesta.

Con el paro nacional llamado por la Conaie dirigida por Leonidas Iza, algunas universidades –especialmente públicas y cofinanciadas de Quito y Cuenca– han optado por tomar partido por uno de los bandos, con la venia de autoridades y grupos de profesores, estudiantes y trabajadores. Lo preocupante de esta decisión es que, en lugar de contribuir a la resolución del conflicto, más bien parece atizarlo, pues los universitarios –a veces se llaman pomposamente la ‘academia’– no han realizado una sola crítica a los manifestantes. El interés de las universidades es el país, no las organizaciones que quieren imponer por la fuerza sus demandas.

¿No es obligación de la universidad proveer argumentos en los que prevalezcan la racionalidad, el análisis detenido de los hechos y sus contextos, el pensamiento crítico y autocrítico y las pruebas científicas? ¿No sostienen estos principios el ser de la universidad? Por el contrario, da la impresión de que algunas fuerzas dentro de las universidades se desentienden de esta obligación central de las instituciones de educación superior y, por eso, rápida y simplistamente, han denunciado únicamente, con toda la parcialidad del caso, la represión del Estado sin ver el horror y la violencia contenida en la protesta.

¿Es universitario situarse únicamente en un lado del conflicto –el que da por válido el contenido y las formas de las movilizaciones– sin considerar todos los puntos de vista posibles? ¿No se ha podido ver que ni la Conaie ni Leonidas Iza son enteramente el país como tampoco lo es el gobierno de Guillermo Lasso? ¿Es dable apoyar la protesta sin siquiera mencionar los actos de vandalismo aupados por la Conaie, con acciones que están fuera de la ley y que rozan las prácticas delincuenciales? ¿Nos basta esa simpleza que habla de las violencias –así, en plural–, unas estructurales (malas) y otras revolucionarias (buenas)?

Algo está funcionando muy mal si un izquierdismo facilón logra desviar la universidad de su misión: forjar el pensamiento crítico que examina con cuidado y sensatez todo hecho de la realidad. El autoritarismo, el despotismo, el fanatismo y el terrorismo de Iza y su Conaie son la antiilustración que coarta la libertad de la mayoría. La lucha de los sectores populares puede ser legítima, mas las formas cuentan y estas le dan sentido o no a la protesta.

Una cosa es la necesaria y creativa vinculación de las universidades con las organizaciones sociales, y otra el permitir que aquellas sean puestos de avanzada para su guerra. (O)