Los dos últimos años han representado una dura prueba para el temple de la humanidad. Tanto en todos los aspectos cotidianos como en aquellos que representan mayor desafío, la pandemia puso y sigue poniendo a prueba, nuestra capacidad de adaptación y resiliencia.

Si algo debimos aceptar es que el mundo se ha “reducido” significativamente en cuanto a su tamaño. Muchas de las reflexiones que hemos hecho con ocasión de las dificultades de acceso presencial, nos han servido para descubrir que lo que sucede en un punto del globo, ya nunca más será ajeno a lo que se vive del otro lado.

Pues ahora, justo cuando parecía que empezábamos ponernos a tono con las nuevas realidades que tales desafíos representaron, una nueva situación que creíamos impensable: la guerra.

Una mala costumbre que supuestamente estaba en vías de extinción, resucita para hacernos temblar bajo la sombra de las horrores que hemos visto en documentales y museos.

Ni el momento ni las circunstancias de ahora ni las de ningún tiempo han sido apropiadas ni suficientes para justificar un conflicto bélico, pero si había que escoger el peor momento de la historia para una guerra, tal vez podríamos decir que es justamente éste.

Sin ánimo de tomar partido por un argumento ni el otro, sino sólo analizar el instante histórico que vivimos como civilización, justo en un tiempo en el que siguiendo la teoría del péndulo, debía venir la recuperación.

Para ahondar más en la cuestión, cabe cuestionar si aquellos mecanismos internacionales llamados a generar equilibrio en épocas de crisis, son realmente los adecuados para resolver asuntos de mayor envergadura. Lo vivimos con la pandemia, con una OMS sin capacidad de reacción; lo vemos ahora frente a las acusaciones en contra de los miembros de la OTAN. En resumen, las instituciones internacionales funcionan mientras no se las necesite para nada mayormente importante.

Aunque en Ecuador, pudiésemos pensar que la guerra está en un sitio tan lejano que ni siquiera sabemos ubicar en el mapa, la globalización nos traerá consecuencias esta vez, al igual que lo hizo con la pandemia. Para lo bueno y también para lo malo, es un mundo pequeño, como diría la canción infantil de Disney.

Desde esta columna queremos hacer un llamado a las autoridades para que no esperemos a efectos de la guerra para buscar un remedio, sino a tomar las precauciones necesarias, para salvaguardar a nuestro pequeño país de aquellas consecuencias que inevitablemente vendrán, en los aspectos económicos, para exportadores y empresarios.

Finalmente, invitar a mis amables lectores a elevar una plegaria por el pueblo ucraniano, que ha demostrado valentía y decisión; por sus futuras generaciones que no saldrán ilesas del profundo dolor que hoy enfrentan. Pero también una plegaria por el pueblo ruso, donde también hay mucha gente inocente, que hoy sufre sin libertad ni para expresarse en contra de quienes los lideran hacia la destrucción.

Por unos, por otros y por todos aquellos que serán simples números en el conteo de daños colaterales de esta locura que vivimos. Una oración y nuestro mensaje de esperanza y solidaridad. (O)