“Y una mujer, que llevaba a un nene abrazado contra su pecho, dijo: Háblanos de los niños. Y el profeta dijo: Vuestros hijos no son vuestros. Son los hijos y las hijas del anhelo de la vida por perpetuarse. Llegan a través de vosotros, mas, no son realmente vuestros. Y aunque están con vosotros, no os pertenecen. Podréis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque tienen sus propios pensamientos. Podréis albergar sus cuerpos, pero no sus almas, porque sus almas moran en la casa del mañana (…) no tratéis de hacerlos semejantes a vosotros. Porque la vida no retrocede, ni se estanca en el ayer. Sois los arcos para que vuestros hijos, flechas vivientes, se lancen al espacio”.

De joven me gustaba revisar obras de distintos autores, y mientras más diversos, mejor. La primera vez que leí a Gibran Khalil Gibran –escritor, artista visual y activista político libanés– fue en 1976, época en que los universitarios sentíamos vértigo en nuestros esfuerzos por alcanzar ideales de justicia y equidad social. Libros como El profeta, Arena y espuma, Alas rotas, El vagabundo, Attarief, El jardín del profeta, Jesús, el hijo del hombre (Orión, 1972) fueron referentes literarios y de infinita sabiduría, ya que ampliaron mi mirada sobre el mundo y sus extraordinarias manifestaciones culturales.

Cuando nació mi hijo mayor, Daniel, colgué en su cuarto un afiche con el poema Los niños (Tus hijos), citado al inicio, que integra las parábolas de Al-Mustafá en El profeta. Quería recordar que un buen amor deja en libertad el destino del vuelo de los hijos; arrullados ellos, para siempre, en los confines de nuestro canto.

Hace unos días releí la conmovedora Carta al padre, que el notable escritor checo Franz Kafka dirige a su padre en 1919. Nacido en 1883 y autor de publicaciones trascendentales como La metamorfosis, Diarios, El proceso, América, El castillo, Cartas a Milena, Kafka expresa en ellas su angustia ante una realidad que se le antoja hostil y que lo lleva al aislamiento y a sentirse ‘derrotado’. Reviso cada párrafo del texto e imagino el desconsuelo atado a su escritura, cautivo de sus propios demonios y los de su padre. Me estremece, por ejemplo, esta confesión: “Querido padre: no hace mucho tiempo me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestarte; en parte, precisamente, por el miedo que te tengo (…). Cuando yo me ponía a hacer algo que no te gustaba y amenazabas con el fracaso, el respeto a tu opinión era tan grande, que el fracaso era inevitable, aunque tal vez se produjese mucho más tarde. Perdí la confianza en mis propios actos. Me volví inconstante, indeciso. Cuanto más crecía, mayor era el material que podías oponerme como prueba de mi nulidad”. La carta, vale decir, nunca fue enviada al padre.

Regreso a Gibran Khalil Gibran y pienso que, si las alas de nuestros hijos no se despliegan lo suficiente y se les quiebra alguna durante su vuelo, quizá encuentren en la fragilidad de aquello nuevas formas de reanudarlo. Porque los hijos poco olvidan las manos que los sostuvieron cuando eran solo trazos de las curvas de sus flechas en el viento. (O)