El ir y venir del viento es siempre un volver. El viento no es solo el movimiento del aire, la rotación uniforme alrededor de la superficie terrestre, o la coalición de fuerzas etéreas. También es el elemento constitutivo de una poética. Y la creación de toda poética implica el levantamiento de significados. Entonces el viento puede ser un olor, el devenir ominoso de un pueblo, una pesadilla, una maldición o un desaparecer. Sobre todo un lenguaje. El lenguaje del viento. En otra ocasión, la primera, hablé de una literatura del frío para referirme a la escritura de Natalia García Freire. Ha pasado el tiempo y la escritora, que sigue cuidando de su jardín y su gato, no ha publicado una segunda novela, sino que ha puesto en marcha un universo. En otras palabras: el frío viento del páramo ha parido, dolorosamente, como todo acto de creación, un lenguaje.

Trajiste contigo el viento (La Navaja Suiza, 2022), sin embargo, no es la creación de un pueblo o un país, sino la confirmación de su existencia. Quiero pensar que Cocuán, la comarca perdida y olvidada a la que nos lleva Natalia, es el territorio de su narrativa, su universo creativo, la textura de su lenguaje. Siento que a él pertenece, sin nombrarlo, Nuestra piel muerta, su primera novela. Con decisión, Natalia ha dejado a un lado los paisajes urbanos de su Cuenca natal y del Madrid de sus estudios, para mirar los bosques, las diminutas aldeas envueltas en bruma, el sincretismo de los Andes profundos. Esto no es extraño, sino valiente. William Faulkner fundó Yoknapatawpha, un condado al noroeste del río Misisipi, cuya capital es la ciudad ficticia de Jefferson. Allí levantó su narrativa. Tal vez entre esos paisajes del sur profundo nació la Santa María de Onetti, el Macondo de García Márquez, o la Santa Teresa de Bolaño, entre otros pueblos inolvidables.

Pero volvamos a Cocuán, que está en la altura, en las cenizas de una o varias mitologías, en los últimos fulgores de ciertas lenguas, y sus imágenes; lenguas o dialectos que hace siglos se hablaron en los Andes, y que han desaparecido, como mueren siempre las lenguas, los imperios, las literaturas, y las religiones. En esta novela Natalia ha decidido explorar, en el acto de creación de un lenguaje, el sentido de lo religioso, de la fe, o la perenne espera por un sentido espiritual a la tragedia que cubre la vida terrenal. Temas tan humanos como antiguos: “Hay que ver lo fácil que es convencer a la gente de hacerse daño”. Y es que esas creencias, que llegaron en las carabelas de los españoles, con el paso del tiempo establecieron interacciones con las deidades de los dominados. Trajiste contigo el viento da cuenta de esa espiritualidad barroca exacerbada, y su decantación distópica, tan presente en nuestro entorno, y tan difícil de entender, no ya desde la antropología, sino desde la violencia que caracteriza nuestro día a día latinoamericano.

El pueblo que Natalia García Freire ha fundado es tan nuestro, precisamente, porque funde nuestros mitos y leyendas originarias con los dogmas sobre los que se levanta la cultura de Occidente. ¿No es acaso, así nuestra vida? ¿Nuestro sincretismo? Porque, como escribe la autora, si la respuesta es Cocuán, ¿cuál es la pregunta? No podemos saberlo, solo conocemos que donde estaba la casa vieja de Mildred, la protagonista de esta historia, olía a hierva fresca y lluvia. No como olemos los seres humanos, a leche podrida o agua estancada, sino como el olor vegetal de los cerdos, del viento frío del páramo. Quizá así de intenso era también el olor marino del río Misisipi, tan distinto a otros ríos, tan cercano a los alegres y dolorosos cantos de África, tan mítico en cuanto a columna vertebral de un imperio doméstico. Decía William Faulkner: “Un artista es una criatura impulsada por demonios”. Natalia García Freire ha escrito un libro, “como creían los antiguos de estos pueblos en los mitos”, con esa fuerza, con esa cadencia, con esa necesidad y con esa fe. Porque, “también hay odio en la fe”.

De entre las voces contemporáneas de la literatura en español, la de Natalia García Freire es una de las más complejas, en el sentido genial del término. No busca la luz como quien la ha perdido; su escritura goza y se desplaza en la oscuridad del mundo, porque nunca pierde la visibilidad. Dice: “La magia no está en la mano que saca la liebre del sombrero, sino en la liebre que pasa de un mundo a otro cuando se escurre en su hueco del bosque, el agujero negro”. Si alguno de sus personajes ve a los muertos, no sabe si son ellos o es él el fantasma. El miedo que sienten los seres de estas historias entiende que la muerte está llena de futuro, o es el futuro de la humanidad, sin remedio. Es un miedo andino. En esta escritura no interesan los intelectuales ni la erudición, porque “los tontos somos los únicos que escuchamos nuestro propio llanto al nacer”. El lenguaje de Natalia García Freire es vegetal y tiene olor, convive con los insectos, las chuquiraguas, los frailejones y los curiquingues. Es un lenguaje al que el viento humedece con su rocío. Así de pulcro, así de transparente. (O)