En una conferencia que dicté recientemente propuse un juego de palabras interesante: en lugar de hablar de “ciudades-puerto”, deberíamos definirlas como “puertos-ciudades”. A diferencia de lo que ocurre con las demás infraestructuras de movilidad, el puerto no es un componente complementario a la ciudad. La ciudad es una consecuencia del puerto; de la conectividad que este permite con las dinámicas económicas del planeta.

El último asentamiento de nuestra querida ciudad nos convirtió en puerto. Nos hizo algo más que la ciudad de Santiago: nos convertimos en Santiago de Huayaquile; con el tiempo, Santiago de Guayaquil.

Nuestro emplazamiento como puerto cumplía con los requerimientos portuarios de la época. Ubicado en el fondo de un golfo envuelto en manglares, el puerto podía protegerse de los ataques piratas; o al menos, contar con el tiempo necesario para realizar evacuaciones y contingencias. El Guayas era nuestro vínculo con el mar abierto y –a la vez– nuestro refugio.

Adicionalmente, la abundancia en aquel sector de maderas oscuras nos condujo a la fabricación y reparación de las naves que circundaban por la Mar del Sur. El Guayas nos daba también la materia prima que requeríamos para poder prosperar.

La dinámica económica del Guayaquil colonial, volcada casi por completo a los astilleros, nos empujó a la construcción de barcos de vapor y al desarrollo de las primeras industrias, en los tiempos de la república. Era la evolución natural de nuestra economía portuaria. Paralelamente, nos convertimos en la puerta de entrada y salida de nuestras importaciones y exportaciones. En esos tiempos, todos los afluentes naturales del Guayas eran las carreteras de agua, y nos permitían recoger los productos que vendíamos al resto del mundo. De igual manera, por ahí ingresaban los bienes adquiridos en el exterior.

El Guayas de mi infancia ya había perdido mucha de esa actividad. Algunos barcos que hacían cabotaje a las Galápagos acoderaban en los muelles municipales. Muchas balsas y gabarras dejaban sus productos, que eran vendidos en el mercado Sur. También había un transporte fluvial entre Guayaquil y Durán. Eran una especie de bus o de vagón de tren, pero con una quilla en su parte inferior. Mi padre nos hacía cruzar a Durán y regresar caminando por el puente de la Unidad Nacional. En ocasiones, el recorrido lo hacíamos en dirección opuesta.

Muy poco queda de esa actividad ahora. El Guayas es ahora un paisaje ignorado. Pocos son los que se dan el tiempo para contemplarlo desde el Malecón 2000 o desde Ciudad del Río.

Para cuando hice mi tesis de pregrado, las batimetrías de la época ya marcaban cotas risibles entre la parte sur de Durán y la isla Santay. Poco tiempo atrás, la Prefectura hizo declaraciones en aquel sector lodoso pero caminable. Se anunció el dragado de la ría en aquel evento. Entiendo que la asignación de una empresa para dicha tarea está aún en proceso.

Ojalá se dé comienzo a tan urgente actividad. El dragado del Guayas debió haberse dado hace 30 años. La principal perjudicada de la sedimentación del río es Guayaquil, que poco a poco ha perdido la posibilidad de verter sus aguas lluvias, inundándose cada vez más y más. (O)