Tania Tinoco no “apreciaba” a familiares, amigos y colegas con los que tenía muy cercanos temas y momentos en común. Los amaba. Y se encargaba de que lo sientas con intensidad a cada instante.

Nunca “cumplía” con compromisos preestablecidos, encargados o políticamente correctos. Si acudía, lo hacía con alma y sombrero, con cuerpo y espíritu, hasta transmitir la alegría de su “aquí y ahora”, de su “un día a la vez”, que eran su ley de vida.

Ella no entrevistaba, se introducía en la mente de su interlocutor, atravesaba literalmente su alma...

Tania no apoyaba a los más necesitados porque eso le daba rating. No. Invertía su simpatía y cordialidad en lograr aportes no monetarios, que le permitían, por ejemplo, cada diciembre, ir con su equipo de trabajo a repartir chocolate y pan de Pascua entre los sin techo. No se negaba a ninguna iniciativa social, donde y cuando fuera y si era en su amada Machala, o en Zaruma, la tierra de su madre, disfrutaba el doble cada momento.

Ella no entrevistaba, se introducía en la mente de su interlocutor, atravesaba literalmente su alma con interrogantes hasta lograr que se olvide de que estaba frente a una cámara y revele lo que quería y no quería decir. Una habilidad que muy pocos periodistas han logrado. Nadie como ella para compartir los “secretos” de la profesión con los novatos, a los que solía refugiar en su noticiario de la medianoche cuando cometían algún error de bulto en los estresantes noticiarios estelares. “Déjamelo acá, para que aprenda y luego te lo devuelvo”, me dijo alguna vez en pleno set de Televistazo. Y así ocurría.

Tinoco, como sus cercanos también le decíamos, trataba como iguales a cada uno de los colaboradores del canal al que sirvió hasta que tuvo aliento. Los aconsejaba y ayudaba a resolver desde sus temas amorosos hasta las angustias económicas, y entonces es entendible que cuando en plena pandemia pidió a algunos de ellos hacer el noticiario y no dejar a la ciudad desinformada, ninguno de los llamados pudo negarse. Improvisaron incluso un set de entrevistas en la sala de su casa.

Esa Tania que yo conocí vivía convencida de que la meditación profunda movía montañas.

Hacía posible lo imposible. La volvía invisible ante los ojos del mal. Y me lo demostró en Lima en pleno conflicto Ecuador-Perú, 1995, cuando coincidimos y su cordialidad lograba abrir rígidas puertas fujimoristas. O en la Caracas convulsa de 2016, cuando la oposición le había ganado las legislativas a Maduro y Diosdado y su policía de “inteligencia” buscaban entre los periodistas que habíamos acudido a una invitación de esa Asamblea a una mujer llamada “Tania”, que de Quito les habían dicho que estaba en el grupo y que era “peligrosa”. Uno de los controles provocó un conflicto a gritos y empujones entre esa abusiva policía, los visitantes ecuatorianos y sus anfitriones, en plena calle y en medio de todo eso, pude llegar hasta el carro en el que iba Tania y que estaba a punto de ser revisado, para sacarla, caminar por entre los contendientes y llegar hasta el otro vehículo, que ya había sido revisado, y evitar que la encarcelaran. “Vamos con fe, no pasará nada”, me dijo al agarrarse fuertemente de mi brazo. Y así fue.

Tania Tinoco no ha muerto. Una persona tan especial no puede morir jamás. (O)