Una madre joven con una hija de dos años vive en una casa maltratada como ella misma, una de tantas víctimas de violencia doméstica; una casa asfixiante, como esas vidas reducidas a la mera supervivencia, a la repetición del mismo ciclo de abuso que sufrieran sus padres. Pero huye. En medio de la noche, con su hija en brazos, escapa. Brilla en ella, más fuerte que todo, el deseo de libertad y alegría. Porque hasta en los momentos más trágicos de su vida, bailaba, aun cuando faltaba la comida o esperaban aterradas el regreso del padre borracho, madre e hija exploraban el bosque en busca de hadas, brincaban sobre los charcos, reían: de esos instantes de ilusión nace la fortaleza.

Esta chica limpió cientos de retretes inmundos, trabajó sin pausa días y noches, pero algo fallaba siempre a último minuto cuando estaba a punto de lograr seguridad, estabilidad, futuro, o sus logros duraban lo que dura un sueño. Es descorazonador verla intentar y fallar rodeada de gente que, debiendo ser su apoyo (su madre, su padre, el padre de su hija), juegan en su contra, dependiente de un sistema fallido en una sociedad que ignora y rechaza a los caídos. Es inspirador ver a un chica que no se rinde y aprende a navegar los sentidos y sinsentidos del sistema judicial y de ayuda social de los Estados Unidos. Es una historia de esas que nos fascinan a tantos, de lucha incansable con final feliz. Esta miniserie de Netflix titulada Maid (en Latinoamérica, Las cosas por limpiar), basada en las memorias de Stephanie Land, me ha llevado no solo al insomnio y las lágrimas (reflexionando en mi propia vida), sino a pensar en tanta gente en este mundo que vive así: en condiciones precarias y vulnerables, atada por cadenas de violencia, adicciones, pobreza hereditaria. Gente que no es violenta ni adicta, como es el caso de la adorable protagonista de Maid: luminosa, creativa, manteniéndose a flote gracias a esa capacidad de soñar, de levantarse tras cada caída, de preguntar no una sino mil veces hasta dar con la respuesta que necesita.

Si los sistemas que nos gobiernan fueran más justos, protegerían ferozmente a estos seres incansables, pues su luz, su ejemplo y su fuerza rompen cadenas propias y ajenas. No desgastarnos castigando la miseria y sus consecuencias sino concentrarnos en prevenirla, en apoyar a los que luchan por construirse vidas limpias entre mareas de mugre. A ellos debería apoyar, con cada recurso a su disposición, todo gobierno. Y para hacerlo eficazmente, primero debe comprender sus problemas y necesidades, analizar minuciosamente el origen de las cadenas que los apresan. Debemos escuchar atentamente las voces que desde calles y cárceles nos cuentan cómo llegaron allí, y aprender a imaginar (porque todo cambio empieza en la imaginación) qué camino los hubiera conducido a un lugar mejor. Porque hay rincones tenebrosos de nuestras sociedades que están poblados de historias de personas que, habiendo nacido con poco o nada, en familias y comunidades con conflictos crónicos, tan solo necesitaban de una mano firme y cálida, un sistema justo y sabio, para lograr vivir a la altura del brillo de sus almas. (O)