No quiero ser una madre sacrificada. Que mis hijas no me agradezcan con lágrimas pesadas de culpa en mi lecho de muerte. Que mis niñas no crezcan a la sombra de una madre que se tuvo que restar para que ellas sumaran. Ni santa ni mártir como las heroínas de mi infancia, cuando todavía se decía que para ser mujeres admirables debíamos sacrificarlo todo, sufrir en silencio, renunciar a ser.

Quiero ser una mamá que estalla en risas justo cuando parece que todo está perdido, contagiar a mis hijas ese sentido del humor capaz de desarmar la tragedia más seria. Quiero inventarme las letras de las canciones, rebautizar a mis hijas cada día con nombres de animales y cosas. Quiero ser mamá payasa, actriz, hechicera, malabarista, astrónoma y astróloga. Que mi pequeña se duerma abrazada a un casco de moto repitiendo luna, luna entre sueños, porque pasamos la tarde siendo Michael Collins, cuyas memorias leía mientras ella buscaba rocas lunares por el jardín. Quiero ser esa mamá cálida que siempre soñé tener. Que el sol de la mañana me encuentre metida en la cama con una hija a cada lado, riendo apapuchadas mientras inventamos juegos sin reglas: ¿cuándo es el cumpleaños del pupo?, pregunta la pequeña entregada a su ritual de hurgarme el ombligo. Reímos a carcajadas (#mifamiliaestáloca dice mi teenager), mientras la pequeña nos explica qué regalos quiere el pupo y cómo celebraremos su nacimiento.

Soy una mamá que piensa demasiado (¿no es el ombligo el último rastro del cuerpo de nuestra madre anclado al nuestro?, ¿no es una cicatriz que nos recordará siempre de dónde venimos y cómo llegamos al mundo? Libres de la dependencia física del cuerpo materno, vamos por la vida tatuados con ese vínculo primigenio). Soy una mamá que puede pasar horas bailando K-pop con sus niñas, horneando pasteles, inventando historias fascinantes, pero soy también esa misma madre incapaz de controlar sus emociones, que estalla por cosas mínimas, cansada, harta, frustrada, retraída en mi dormitorio con un libro y una botella.

Las mamás no somos ningunas santas. Somos seres mitológicos con cabeza de dragón y alas de ángel. Gorgonas, medusas que repiten los mismos horrores escuchados de boca de nuestras propias madres: palabras que hieren dos veces, cuando las escuchamos de niñas y cuando las repetimos a nuestras niñas. Desearíamos entonces cosernos los labios... la vergüenza, la culpa cada vez que perdemos la batalla contra nuestras bestias y les permitimos aparecer ante los ojos atónitos de nuestras hijas.

Soy una mamá que se equivoca, que ha tomado malas decisiones, que no siempre ha actuado en beneficio de sus hijas. Jamás diré: hice lo mejor que pude. Diré: tropiezo, caigo, me levanto; lloro, aprendo, río, voy cambiando. Quiero ser una madre honesta que no se justifica, que no miente ni se miente. Compañera de camino, guía y aprendiz. ¿Mi sueño como madre? Que cuando mis hijas sean madres y se escuchen repitiendo mis palabras, y perciban mi risa en su risa, los ecos de mi presencia en sus vidas les llenen de dulce nostalgia. Que anden por la vida marcadas, pero no heridas, por el rastro de cuando fuimos un solo cuerpo. (O)