Falta poco para el amanecer, sin embargo, desde el autobús que deja atrás a la ciudad de Quito se pueden observar, brillantes como astros, a los volcanes del Ecuador. Es imperativa la presencia del Cotopaxi, que se levanta, con semblante magnánimo, por sobre todas las cumbres que se observan desde la capital del país. Pero el Cayambe y el Antisana no se quedan atrás, también su luminosidad es cautivante. En las siguientes horas se confirmará que el cielo de este sábado 31 de julio es histórico por su claridad. Apreciaré la majestuosidad de la Cordillera de los Andes con la sensación cósmica de vivir por primera vez. En esta ocasión mi destino es el Volcán Sincholagua, con una altura de 4.873 metros sobre el nivel del mar. Si la alcanzo, será la cumbre más alta en la que habré estado hasta el momento.

Precisamente por esa claridad del cielo me es imposible dormir en el bus que se adentra en la provincia de Cotopaxi. Los paisajes son tan interesantes, tan hijos de la luz, que mi misma mente nebulosa empieza a perfilar una visión más ordenada sobre los aspectos circundantes de mi vida. Desde el bus, la agencia nos hace trasladarnos a camionetas que deben atravesar páramos y una hacienda ubicada en las faldas del Sincholagua, para acercarnos poco a poco a este volcán que desde Quito se perfila como una especie de quimbolito o panecillo alto, pero que conforme uno se acerca impone su silueta rocosa y sus varios picos, el más alto conquistado por primera vez, como tantos otros, por el genio Edward Whymper en 1880.

Empieza entonces el sufrimiento del cuerpo: la larga caminata hacia la conquista de la montaña. ¿Es posible conquistar una montaña? ¿No es la montaña la que termina conquistándolo a uno? Para mí, siempre, la primera hora es la más brutal, la más agotadora. Siento el cuerpo al límite, así me dijo alguna vez María Susana Bastidas subiendo al Ruco, porque se siente a los huesos, el corazón y los pulmones al máximo de su capacidad, o frente a un abismo después del cual ya no está el cuerpo. Llega un punto de la caminata en el que ya no está el cuerpo. Las ideas, como liberadas por el oxígeno, se muestran prístinas en la mente, más aún las emociones, que llegan como sensaciones puras. Luego ya sólo queda la nada. Quizá el volcán es esa nada que lo tiene todo. Dicen que la montaña es una experiencia, fundamentalmente, espiritual. Y robo un concepto Víctor Hugo cuando, junto al Sincholagua, veo una vez más la misma imagen que me ha acompañado desde la niñez y pienso: amar al Cotopaxi es ver el rostro de Dios. Un cóndor, espléndido, cruza nuestro camino y luego sobrevuela la cima que, si todo sale bien, conoceré en este día.

No conozco a nadie en este grupo, pero no importa. La montaña nos conoce y nos reconoce. Los diálogos son amables, quizá incluso felices. Luego de una extenuante caminata de varias horas, una que para mí, que soy un ser de libros más que de deportes, resultó agotadora, es posible detenerse: una primera parte del grupo subirá a la cumbre, que por su tamaño, no puede tener a más de 6 personas sobre ella. Espero, procurando no pensar en que será la primera vez que escalaré una pared de 30 metros. Por suerte mi mente está en blanco y no se preocupa de los miedos, que minutos después serán inevitables. Cuando llega la hora soy de los últimos en subir. Estoy con arnés y mosquetón. No puedo creer lo que estoy haciendo. Hay un precipicio que se ve por todos lados. El guía que desde la cubre maneja la cuerda me grita que no pise como gato, sino fuerte y determinado como elefante. Quiero no tener miedo porque estoy haciendo algo importante: escalo al Sincholagua, tomo un riesgo que considero iniciático. Sólo respiro y sigo las piedras. Y llego a la cumbre o al cinturón de volcanes o a la imagen más pulcra que jamás he tenido de mi país.

Sinchi en kichwa significa duro y resistente; Jagua, alto. El nombre de este volcán es también como un llamado: fuerte en las alturas. Nunca había hecho rápel, pero es la única manera de bajar, otra vez al mundo. Dejar atrás el cielo, que sólo es un instante. La decisión, que es lógica, de acostarme sobre el vacío no le convence a mi instinto que siente terror. No importa. Toda montaña tiene enseñanzas y así como para subir tuve que ser gato y elefante, pienso ahora en el cóndor que se lanzó por sobre los picos, los páramos y el viento. Llego. Me saco el mosquetón temblando, ya no de miedo, sino embriagado por la sensación de haberlo vencido, de que gracias a este Sincholagua conozco una nueva dimensión de mi valentía. Mientras me alejo, para volver a Quito y a mi vida, vuelvo mis ojos a la cumbre de este volcán, que me recibió con un cielo histórico por claro, y le agradezco por su brillo. Los volcanes de mi país son astros anclados en la tierra, astros de piedra y agua. Nunca olvidaré que subí a su cumbre y que todo fue luz. (O)