Nunca sabremos la conmoción que vivieron aquellos españoles, llegados a tierras mexicanas a mediados del siglo XVI, que ordenaron quemar esas especies de libros que los naturales de esas tierras fabricaban con la parte del árbol que está debajo de la corteza. Esos libros, luego llamados códices, traían signos y dibujos que no eran comprendidos por aquellos soldados que apenas podían leer en español. Nacido en 1580, Francisco de Quevedo –el Quevedo de los cachos de antaño– viajaba con una biblioteca ambulante de pocos y pequeños libros que le daban consejo y consuelo porque la sabiduría era una de sus mejores compañeras.

Uno de los escribas que escondió en las cuevas de Qumrán, dentro de vasijas de arcillas, rollos escritos con frases de Isaías, salmos, recomendaciones festivas y observaciones astronómicas, dijo: “Escribimos para que el tiempo vuelva y la tibieza de la enseñanza no se enfríe nunca. Escribimos para iluminar el nexo entre las generaciones que ya no están y las que aún no han venido”. Las tablillas de terracota, talladas en acadio y sumerio en escritura cuneiforme, que pertenecían a la biblioteca de Asurbanipal, en Nínive, se cocían al fuego en los mismos hornos en que se hacía el pan: el alimento material se juntaba con el espiritual.

Cai Lun fue el inventor del papel y explicó así cómo lo hizo: “Vi unos trapos viejos y los herví, amasé una pasta ligera y la dejé secar, luego pasé un rodillo de jade por cada hoja, después de lo cual me alegré mucho y rompí a llorar. Descubrí que lo muerto, lo inútil, lo inservible espera siempre la ocasión de revivir”. Se sabe que los Archivos Secretos del Vaticano es una gigantesca biblioteca de unos cuarenta kilómetros de largo que guarda, entre millones de libros, manuscritos silenciados, cartas papales, crónicas de guerra y propuestas de paz, textos prohibidos, registros de rencillas de palacio y aventuras amorosas.

Estas historias, entre muchas otras, están contadas en el libro Bibliotecas imaginarias (Barcelona, Acantilado, 2021) de Mario Satz, para llamarnos la atención sobre la maravilla que es el hecho de que algo tan fácil de manejar como un libro pueda atesorar tanto para quien lo lee. En los libros encontramos placer, información, alegrías, decepciones, revelaciones y, sobre todo, una invitación a vernos a nosotros mismos en nuestra dimensión tan minúscula y trascendente a la vez. Los libros nos ubican afectiva y racionalmente. Los libros confirman nuestra condición humana presente hecha de voces y acciones del pasado.

La falta de bibliotecas públicas y privadas, barriales y comunitarias extendidas para el uso de buena parte de nuestra población hace que nuestras ciudades no contribuyan a la formación de ciudadanía, pues el hábito de la lectura debiera ser una de las características para forjar personas que toman decisiones con una mente activa, reflexionada y crítica. Los libros posibilitan también una convivencia civilizada, apegada a las normas y al respeto por la diferencia. De poco sirve un proyecto político o de gobierno que no tenga como prioridad la inmediata dotación de bibliotecas en las ciudades y en los pueblos del Ecuador. (O)