Hay pasividades que vienen adquiridas. Diagnostico mis propios comportamientos y encuentro acciones automatizadas frente a las cuales reacciono tardíamente y me juzgo: ¿por qué no dije nada?, ¿por qué no me defendí? Trato de encontrar sentidos a ciertas actitudes espontáneas y sé que muchas de ellas corresponden a modelos culturales que explican mis hábitos. Cuántas veces he escuchado en mi entorno “las mujeres no se ríen así” o “las mujeres deben vestirse de determinada forma para hacerse respetar”. Sé que las lectoras podrán sacar una colección de frases que ejemplifican los condicionamientos que debemos contrarrestar para validar nuestras experiencias de mujeres y equilibrar la desventaja histórica de nuestro sexo.

Siempre que ocurre un hecho público sobre agresiones a las mujeres se evidencia la necesidad de educar e intervenir. Han sido los movimientos feministas, por años, los que nos han mostrado los diferentes rostros de lo que significa ser mujeres. El acoso en el ámbito laboral, los abusos en la vida doméstica, las agresiones que hombres gritan en las calles, creyendo que, al tratarse de un piropo, son inofensivas. Cuesta comprender que sigamos reclamando respeto y dignidad para desenvolvernos en nuestros espacios cotidianos. Los testimonios de las mujeres han permitido conocer las narrativas de violencia que impregnan nuestros entornos. Solo basta buscar el hashtag #yosítecreo en Twitter para conocer los relatos de las afectadas. Lo que asusta es que así se expongan a los agresores, se sigue condenando al discurso feminista como exagerado, alarmista y muchas veces hasta desquiciado.

Para sectores conservadores debe ser difícil aceptar que las masculinidades necesitan ser revisadas. Las expectativas sociales que se tienen sobre los hombres también inciden en los comportamientos violentos. No hay forma de cambio si no se hace por doble vía. Se vuelve indispensable cuestionar qué hábitos de consumo siguen cosificando a las mujeres y convirtiéndolas en mercancía. La violencia tiene múltiples rostros. Hay que exigir sensibilidades para que cuando se conozca de conductas agresivas de los colegas también se intervenga, que el amigo que comparte los nudes sin consentimientos de su pareja o por agraviar a la víctima, deje de difundirlas. Las alianzas patriarcales blindan al mundo masculino. Sin duda, exhibe la complicidad que existe cuando se calla y se respaldan costumbres consideradas inocuas.

En 2020, la insistencia de los movimientos feministas en México dio paso a la creación de la ley Olimpia, cuyo fin es penalizar a quienes comparten imágenes y videos sexuales sin consentimiento para extorsionar a los afectados que, por lo general, son las mujeres. La pornovenganza, como también se conoce a este delito, muestra cuánta vulnerabilidad existe en todas las esferas de la vida femenina. Olimpia Coral, víctima de esta práctica y quien impulsó esta ley, comparte la postura política que trasciende hoy más que nunca, al estar cerca el Día Internacional de la Mujer: “La lucha de las mujeres seguirá hasta que la dignidad se haga costumbre” y nos recuerda que el silencio no es una opción. (O)