En el Ecuador sí existe la pena de muerte, como lo señaló en esta página Raúl Hidalgo Zambrano hace pocos días. En realidad, acá hay dos tipos de pena de muerte. La primera, aunque emitida por nuestras autoridades judiciales, es ilegal, tácita y sobre todo aleatoria; desde que ellas deciden que un sujeto sea encerrado en la Penitenciaría del Litoral, generalmente sin sentencia en firme, está condenado a la muerte al azar, a aquel destino que más probablemente recaerá sobre los débiles, los contraventores menores, los que no se alinearon en los ejércitos del narcotráfico, los que están por salir, los pobres giles. Esa muerte se abate sobre los Jordy, Abel, John, Steven y tantos otros que no pudieron huir ni defenderse en las cruentas masacres que periódicamente ocurren allí y en otros ISPC, Institutos Superiores de Perfeccionamiento Criminal de nuestro país.

La otra pena de muerte es potestad de los amos del narcotráfico y del crimen organizado, los señores de la muerte, que la ejercen de manera igualmente ilegal, pero menos aleatoria. Desde sus despachos, irónicamente ubicados en la misma Penitenciaría del Litoral, ellos deciden la suerte de sus rivales y enemigos: los pequeños y medianos traficantes deudores o delatores, los que estorban sus intereses, y en algún caso hasta los peces gordos de cuyos territorios querrían apropiarse. Los pobres giles del párrafo anterior que caen en esas matanzas son apenas los daños colaterales de la guerra que libran por el monopolio del mercado criminal ecuatoriano. La gran paradoja es que, aunque ellos tendrían el poder, los contactos y las armas para largarse de allí, curiosamente están más cómodos y seguros en ese lugar, como lo demuestra la triste historia de alias Rasquiña.

Si esto fuera los Estados Unidos o algún país europeo, los deudos de los asesinados en esas matanzas tendrían pleno derecho para plantearle demandas millonarias al Estado (es decir a todos los ecuatorianos) por su descuido, desatención y sobre todo por la inacción para detener esas batallas periódicas. Acá también debería ser igual, tendríamos que pagar una compensación pecuniaria voluminosa por la crónica incompetencia de nuestras sucesivas autoridades, y sobre todo por la indiferencia de nuestra clase media y alta que se cree no concernida por todo aquello. Es la excusa del “algo habrán hecho y por eso están presos”, con la que nos desentendemos de ese tema y del dolor de los parientes. La misma excusa de los argentinos cuando venían los milicos a media noche en los años 70, para llevarse a algún vecino al que nunca volvían a ver. La excusa que avala el poder de los señores de la muerte.

En medio de tanto horror, un “happy end”: las dos jovencitas secuestradas en Manta reaparecieron sanas y salvas. Una historia en la que nuestra gloriosa Unase, que ha tenido tantos éxitos en casos anteriores, no tuvo que emplearse a fondo esta vez. Un final feliz por un “acuerdo entre privados”, como lo sospechábamos todos y como lo ha confirmado el temerario Andersson Boscán. Porque hasta hoy, el sicario nuestro de cada día ejecutó a los malos. Pero el día que maten al primer periodista… (O)