El Ecuador es un país de sobrevivientes. Hemos aprendido a sobrellevar situaciones que en otros países resultan inverosímiles: corrupción, inflación en moneda nacional seguida por una dolarización urgente, seguidilla de cambio de presidentes, cambios de constitución. Y luego viene la larga lista de otras más cotidianas que debe enfrentar la gente, planilla de luz fantasma, sólo por el hecho de “existir”: falta de material para obtener la cédula, accidentes en las vías donde todos esperan el rescate menos el chofer, constantes cambios de procedimientos de organismos públicos, y así una larga lista de “sorpresas” que nos esperan en la calle, haciendo más interesante y divertido nuestro diario vivir.

Nos hemos acostumbrado de tal forma a distintas situaciones que ya nada nos sorprende. Sin embargo, de todas ellas, me atrevería a afirmar que solamente hay una que no nos deja dormir: la inseguridad. Esa sensación de no poder salir a la calle ni a tomar un helado, sin temer que una bala perdida termine con la vida de nosotros o de nuestros seres queridos.

Antes, decían las personas, había zonas “rojas” y zonas más tranquilas. Hoy, hablando de Guayaquil y sus alrededores, que es sin duda un termómetro del país, no existe un solo sitio en el cual estemos completamente seguros.

Sentirse así –me atrevo a decir– se ha convertido en una nueva forma de vida. Hemos optado por no salir por la noche, cambiar la ruta diaria, esconder el celular, abrazar la cartera, vivir tras las rejas de ventanas y candados en puertas, alarmas, cercos de púas o botellas rotas, todo sirve para “protegerse”, como si viviéramos en un estado de guerra nacional. Pues tal vez sí. Tal vez vivimos en una guerra no declarada, donde nadie está a salvo. Lamentablemente una guerra donde no hay un ejército que defienda a los buenos, a los que producen, a los que trabajan.

Estamos en la era de una vida con temor. Una vida sin aliciente de obtener nuevas metas materiales, porque todo corre el riesgo de ser arrebatado.

Para empeorar todo este desalentador panorama, otro elemento que empeora la furia y el descontento ciudadano es la impunidad.

Una mezcla indescriptible de asombro e indignación. Lo que se siente al escuchar noticias. La pesadilla que vive cualquiera que haya sido víctima de un acto delincuencial, al ver que poner una denuncia le toma más tiempo a la víctima, que a las autoridades liberar al delincuente.

¿Son las leyes? ¿Los funcionarios? ¿La policía? ¿Los formularios? ¿La falta de colaboración de parte de los afectados? ¿El miedo de la víctima? ¿Qué es lo que hace que sea casi imposible encontrar y castigar al culpable de un hecho delictivo?

Nadie sabe. Nadie entiende. Y ante la mirada estupefacta de la ciudadanía, los únicos que se pasean con soltura son los que andan rondando nuestras casas en busca del siguiente golpe. Los demás seguimos encerrados, abrazando a nuestros hijos y elevando una oración para no ser los siguientes.

¿Hasta dónde tendrá que llegar este país para que se coordinen entre las diferentes instituciones los planes de mediano y largo plazo necesarios para iniciar un camino de cero tolerancia ante la delincuencia que nos atemoriza?

Hacemos un serio llamado a las autoridades –abusando como siempre del espacio que este medio gentilmente me brinda– para hacerme eco de la desesperación y la angustia de la ciudadanía, que anhela volver a vivir en paz, a disfrutar de lo trabajado y a tener el elemental derecho de ser protegido por el Estado. (O)