El regreso a clases en general es una fiesta: encontrarse con los amigos, el patio de la escuela, los uniformes nuevos o arreglados, los zapatos lustrados, el peinado, la algarabía. Encontrarse con los profesores amados y a veces temidos. El recreo, los refrigerios, la mochila nueva o heredada, todo un alboroto lleno de esperanzas y expectativas. Para los que van por primera vez, la incertidumbre con el asombro es por lo general una mezcla de miedo, angustia, desconcierto y ganas de jugar con desconocidos.

Después de la pandemia, la escuela sin escuela, el colegio sin colegio, la universidad sin universidad, ha sido para casi todos una experiencia traumática. Verse sin verse, aprender sin casi poder preguntar, en la sala, en la cocina, en disputa de horarios con hermanos, con ruidos de padres agotados y algunos trabajando en casa, con señal o sin señal, con teléfono inteligente compartido, afuera o dentro de la casa, con deberes que no se entienden y padres que no saben las modernas álgebras. De aprender a cuentagotas. El temor más grande como común denominador: los exámenes al ingreso de clases presenciales para constatar que aprendieron. “Me olvidé casi todo”… pero sí aprobé… La pandemia mostró no solo los profundos desniveles sociales, sino la falta de preparación de los maestros en tecnología y cómo mantener el interés en la clase.

El agotamiento de las madres de sectores populares, sobre todo, es proverbial. ¿Cómo mantener a un niño o niña de 4 años atado a una pantalla de computador, mientras se hace la comida, se limpia la casa o se atiende a los otros hermanos? Además hay que trabajar. Y no es plus optativo.

Se suman a esto los duelos que muchos han padecido, la incomprensión de ausencias inesperadas y la violencia, que hace que ahora se salga de la casa con mucho cuidado y teniendo que avisar a cada momento con quién y dónde está. De perturbar y marcar para siempre la vida de niños y jóvenes, que se asoman al mundo con todo el ímpetu y alegría de sus años jóvenes.

¿Qué harán los profesores, rectores? Seguir como si nada, aplicar los mismos cuestionarios de siempre, o preguntarse cuál es el núcleo de aprendizaje para ser mejores personas y hacer frente a un mundo inesperado y a veces hostil. ¿Cómo ayudarán a procesar lo vivido, cumpliendo el programa del año que cursan? ¿Tendrán los profesionales adecuados, podrán y dejarán a los alumnos expresar sus experiencias y adecuarán las metodologías a sus necesidades o cumplirán un programa rígido pensado para otras circunstancias? ¿Incorporarán desde los primeros años reflexiones sobre lo que es ético, las consecuencias de la corrupción, tan ligadas a las matemáticas, a historia, a sociales, o será ignorada en el día a día de clases, recreos, evaluaciones y notas?

¿Se tomarán en cuenta los recreos como parte vital de la educación y no como un tiempo perdido para “descansar” que se puede escamotear, quitar o suspender? ¿Los que utilizan transportes colectivos y aquellos que van en expreso podrán hablar de cómo lo viven y cuáles son sus miedos y experiencias? ¿Abordarán el tema de violencia y abuso sexual o será algo que conversan en corrillos a espaldas de sus tutores profesores?

Muchos desafíos en un regreso a clases diferente y esperanzador. (O)