Escribo este título y las líneas que siguen con dolor, vergüenza y también con dudas sobre la pertinencia de lo que voy a decir pese a que lo que hacemos, ya sea en lo positivo como en lo que no lo es, nos define culturalmente. En el espacio de lo negativo, son tantas las manifestaciones de nuestra realidad que nos duelen por su bajeza y por su expandida aceptación social. Esas expresiones son contrarias a cualquier concepto de adecuada convivencia, a la normativa legal que no se aplica y se cosifica inerme en un escenario de degradación moral ya sea por laxitud, miedo o acomodamiento a la decadencia de quienes son los responsables de hacerlo. La ley se ha convertido en un referente discursivo y nada más, porque nadie acude a ella para prever o sancionar conductas individuales y colectivas que la contradicen flagrante y cotidianamente.

Nos avergüenzan el desafuero, la violencia, la suciedad y el espíritu desafiante y delincuencial que se manifiesta impúdico e impune en todos los espacios sociales… cuando conducimos, celebramos fiestas nacionales o locales, en la calle, en la política y en todos los ámbitos de nuestra viciada y decadente sociedad. Pero como lo dije al inicio, también me invade la duda acerca de la pertinencia o no de este enfoque que nos retrataría en la ignominia y en la vergüenza de reconocernos como integrantes de un entorno que nos envuelve con su alevosía generalizada.

También está la realidad de las prisiones, de los actores políticos, de los individuos en organizaciones privadas y públicas, envilecidos y sin referentes cívicos que con su ejemplo puedan inspirarnos a la práctica de conductas diferentes. Los ciudadanos honrados –tantos–, compungidos, ateridos y arrinconados a círculos cada vez más estrechos y en muchos casos hasta la más íntima individualidad, porque afuera todo se desmorona, ensucia y pudre en un proceso de descomposición cuyo hedor ahora nos asfixia, pero que podría llegar a ser –si ya no lo es– la atmósfera a la que nos hemos adaptado y fuera de la cual la vida ya no es posible.

Claro, no todos tenemos iguales responsabilidades. Con la ley en la mano y sin titubeos quienes son funcionarios públicos deben aplicarla, pero también deben adecuar sus propias vidas a los referentes morales como la probidad, la justicia, la lucha contra la corrupción y la pulcra administración de sus funciones, dejando de lado la venalidad, la prepotencia y el boato que los obnubila y para el cual viven. Los otros, nosotros, también tenemos que ver con la mortal decadencia en la que estamos sumidos, contagiándonos inexorablemente pese a la repulsión inicial que puede convertirse en penosa adaptación, para terminar mascullando lamentos y frustraciones.

¿Qué hacer? Aplicar cabalmente la normativa legal, buscar las mejores prácticas de civismo personal, actuar cotidianamente en cada espacio para ser ciudadanos respetuosos de las normas sociales, alzar la voz contra la decadencia, pero, sobre todo, fortalecer una labor personal –en los diversos ámbitos en los que evolucionamos– comprometida con la construcción de lo que queremos que sea nuestra sociedad. (O)