La reforma tributaria propuesta por el presidente Guillermo Lasso ya es ley, pero curiosamente son aquellos quienes lo apoyan los que parecen estar más descontentos al respecto. No es difícil leer en redes sociales que Lasso “se ha ido hacia la izquierda” o “se ha vuelto socialdemócrata”. Alzar impuestos siempre será una medida impopular, pero el tinte ideológico que este tipo de críticas adoptan está bastante desajustado con la realidad económica que atraviesa nuestro país.

Vale la pena recordar el camino que nos ha traído hasta aquí. Durante el periodo correísta, el modelo económico ecuatoriano estaba basado en un exorbitante gasto público financiado por los altos precios del petróleo y deuda china. Correa, con el tono prepotente que tanto lo caracterizaba, tildó la idea de ahorrar dinero como “neoliberal” y se burló de los gobiernos que privilegiaban “tener fonditos de liquidez”, clasificándolos de “ineficiencia pura y simple”. Correa apostaba a que el precio del crudo iba a mantenerse estable por encima de los $ 100. La realidad, como todos sabemos, fue otra. Al derrumbarse los precios del petróleo Ecuador se hizo dependiente de la deuda internacional y el modelo económico anterior se volvió insostenible. Dicho de forma simple, en vez de ahorrar durante el tiempo de las vacas gordas, Correa decidió no solamente gastarlo todo sino endeudarse, todo bajo la fantasía de que los precios del petróleo seguirían subiendo. Esto es lo que nos trajo a nuestra situación actual.

Guillermo Lasso recibió al país con una deuda de más de 60.000 millones de dólares y con ingresos muy por debajo de los que tuvimos en la década pasada. Peor aún, lo recibió en un estado calamitoso donde una serie de gastos urgentes son inevitables. Vacunación masiva, reforma carcelaria, plan de seguridad y reabastecimiento de hospitales son solo algunas de las cosas que nuestro quebrado país necesita a gritos, y ninguna de ellas es barata. Más aún, se ha vuelto evidente que estamos al borde de una guerra abierta contra los carteles de la droga, la cual nos va a drenar financieramente durante los próximos años. Contrario a lo que las críticas ideológicas insinúan, el Gobierno actual no busca recursos adicionales para expandir faraónicamente al Estado, sino para evitar que este colapse.

A menudo se contesta a esto diciendo que la verdadera solución es una drástica reducción del gasto público, sugerencia que ignora la imposibilidad política de tal medida. Vivimos en un país donde se ha vendido la idea de que toda reducción de gasto es sinónima a violentar los derechos del pueblo. La violenta oposición a eliminar el subsidio a los combustibles (pese a beneficiar desproporcionadamente a los más ricos) es ilustrativa de esta idiosincrasia. La realidad económica que vivimos hará inevitable que el gasto público se reduzca en los años venideros, pero se requerirán delicadas y cuidadosas maniobras políticas para lograrlo.

Criticar a un gobierno que se apoya es positivo, síntoma de vivir en una democracia real. Pero es imperativo que esta crítica sea constructiva y esté anclada en la realidad y el pragmatismo, no en meras quimeras ideológicas. El país lo necesita. (O)