Domingo por la tarde. Preámbulo de manifestaciones, paros, protestas, gritos, consignas, llantas, fuego, máscaras, silencios, miedos ancestrales y de los otros. De que agregar a la desesperanza colectiva.

Nos queda velar porque el fruto no sea amargo, preservarlo de la ruindad, de la rutina y el desánimo.

Miro y observo a los jóvenes, con mi mirada cargada de años y con Mario Benedetti me pregunto: ¿Qué les queda a los jóvenes?

“¿Solo grafitti? ¿rock? (regaetton…) escepticismo?”.

“También les queda no decir amén, no dejar que les maten el amor, recuperar el habla y la utopía. Ser jóvenes sin prisa y con memoria, situarse en una historia que es la suya/ no convertirse en viejos prematuros.

¿Qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de rutina y ruina?/ ¿cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?

Les queda respirar/ abrir los ojos/ descubrir las raíces del horror/ inventar paz así sea a ponchazos/ entenderse con la naturaleza/ con la lluvia y los relámpagos, y con el sentimiento y con la muerte/ esa loca de atar y desatar./

¿Qué les queda por probar a los jóvenes, en este mundo de consumo y humo? ¿vértigo? ¿asaltos? ¿discotecas? También les queda discutir con Dios/ tanto si existe como si no existe/ Tender manos que ayudan/ abrir puertas, entre el corazón propio y el ajeno./ Sobre todo, les queda hacer futuro, a pesar de los ruines del pasado, y los sabios granujas del presente”.

¿Y qué nos queda a los mayores, para tomar los dos extremos de la existencia? ¿Solo decir que todo tiempo pasado fue mejor, y acurrucarnos en estos días de frío intenso en el alma y en las calles, a esperar que vengan tiempos mejores? ¿Solo ser espectadores encerrados por el miedo, antes por la pandemia, ahora por la inseguridad?

Solo nos queda, si de verdad queremos vivir, hacer futuro anclados en el presente, como los árboles que desafían el vendaval, que se curvan sin quebrarse, que se doblan, pero no se rompen, que se agarran a la tierra mientras pasa la tempestad.

Nos queda unirnos y escucharnos, no importa las ideas políticas siempre que queramos el bien común, la equidad, la justicia, y estemos dispuestos a aprender, ceder y proponer, sin miedos y sin tambores. Siempre que aprendamos a hablar y construir partiendo del nosotros, paguemos el precio de salir de nuestra comodidad y de nuestras quejas, para mezclar el lodo de la realidad con nuestros sueños y transformarlo en una pieza maestra de democracia y alfarería de relaciones y culturas.

¿Qué nos queda? Poco y mucho. Nos queda la terca, la testadura, la berraca esperanza, esa hija de la realidad y la utopía. Esa que Cortázar decía que “no es un sentimiento verdaderamente nuestro, porque le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.

Nos queda velar porque el fruto no sea amargo, preservarlo de la ruindad, de la rutina y el desánimo. Nos queda arroparlo para que la vida que está guardando sea fuerte y bella, para permitirle crecer frondoso y dar una buena sombra a quien se siente a su lado y admire su robustez. Y que los testigos puedan decir: nuestros padres, nuestros abuelos, lo plantaron y lo cuidaron, lo protegieron de las mafias, la corrupción, los incendios y las heladas, la injusticia y la pobreza, se dieron la mano y lo convirtieron en un árbol enorme que es ahora nuestro país, del que estamos orgullosos, porque lo lograron. (O)