Libertad, honor, propiedad y seguridad son valores de la sociedad civilizada que están en manos de los jueces. De ellos depende que se pueda vivir sin temor a ser sometido injustamente a prisión; que se preserve el buen nombre, y que el prestigio no se pierda en la injuria y la maledicencia; que los bienes se protejan del abuso del invasor, de la picardía del estafador o del poder arbitrario del Estado. De ellos depende que la dignidad sea algo más que una palabra, que se pueda opinar sin ser perseguido, discrepar sin ser vejado, pensar sin ser sometido.

La tarea y la responsabilidad son enormes, si se advierte, además, que libertad, honor y propiedad no serán posibles si los jueces carecen de la condición individual, y de la posibilidad real, de decirle NO al poder, de enfrentar a todo factor de influencia, de crecer en la adversidad, de sostener su íntima convicción en contra de todos quienes griten lo contrario. Sin independencia, y sin rendición de cuentas, no hay judicatura, no hay tribunales. La magistratura alude a la majestad, y la majestad es ante todo autoridad. Por eso, las repúblicas grandes, las verdaderas, dependen de los jueces, de su recto concepto de la ley, de su fuerza moral, de su “poder ético”.

La función de juez no se reduce al ejercicio rutinario de un cargo. No es posición burocrática, ni debería ser empleo transitorio. El juez es un género especial de ciudadano cuya tarea es administrar justicia. En el juez viven la Constitución y la ley. Es, en último término, el gestor de los derechos. Es más importante que el legislador, porque su función es concretar los preceptos en las sentencias, traducir las libertades en un documento y hacer cotidiano testimonio de independencia. Ese es el juez. Ese debería ser el juez.

Tarea compleja la de resolver los conflictos según la ley, hacer que los derechos tengan vigencia real y distinguir dónde está la justicia en cada caso, dónde la razón y dónde la iniquidad. Tarea compleja, porque de los jueces depende que en la sociedad se genere la indispensable sensación de confianza para que la gente viva, trabaje y prospere en paz, sin acudir a la bárbara resurrección de la venganza, para abolir o frenar la vigencia de la trampa y la impunidad del abuso.

Los jueces deberían tener la capacidad perceptiva de la realidad social necesaria para que “la ley siga a la vida”, para crear jurisprudencia útil, o modificarla, atendiendo a las circunstancias, asumiendo la complejidad de una sociedad que cambia. Jueces sabios son los que admiten los errores y tienen la grandeza de enderezar, si es preciso. En tiempos de incertidumbre, la seguridad debería tener refugio efectivo en el juez, en sus decisiones prontas, sometidas rigurosamente a la ley.

En épocas como la que vivimos, en que las instituciones parecen agonizar, la tarea de todos los jueces y tribunales es dar testimonio de autonomía y transmitir en sus decisiones la certeza de que el Estado de derecho vive, que la arbitrariedad tiene límites, que la república es más que una palabra y que la democracia es mucho más que un sistema electoral. (O)