Es probable que muchos de los actuales usuarios de redes sociales y plataformas digitales no recuerden el estado en el que llegó a estar Guayaquil a finales de los 80 e inicio de los 90. Y no me refiero únicamente al calamitoso estado de los servicios públicos, al abandono y deterioro de los edificios de la ciudad o al caos y suciedad esparcida por casi todas las calles y avenidas de nuestra querida ciudad; me refiero también al estado anímico de los guayaquileños, acostumbrados a vivir en ella, a aceptar, con vergüenza y resignación, a aquellos visitantes que, con justa razón, la miraban con desdén cuando por algún motivo venían a parar por estos lares.

Debo reconocer que, en ese tiempo, posiblemente para muchos guayaquileños, nuestra ciudad no haya sido gran motivo de orgullo sino, por el contrario, motivo de permanentes dolores de cabeza, en todo sentido.

Con la llegada de León Febres-Cordero a la Alcaldía de Guayaquil y, posteriormente, de Jaime Nebot, la ciudad se levantó del fango; no únicamente en lo físico: se limpiaron y remodelaron las oficinas públicas, rescataron y ordenaron sus rentas y modernizó su administración; se volvieron eficientes los servicios públicos, además de la gigantesca obra pública y social que transformó a Guayaquil, para convertirla en lo que es hoy, orgullo del Ecuador, punto turístico de referencia, motor económico del país (si sacamos el petróleo y la burocracia), sino sobre todo, y quizá tan importante como lo primero: se levantó la autoestima del guayaquileño; se rescató el orgullo de serlo, el amor por nuestra ciudad y la certeza de que nada ni nadie volvería a sumirla en la miseria de la que se acababa de levantar. Así llevamos ya 30 años. Y así seguiremos. Porque Guayaquil está por encima de personas, coyunturas o intereses personales, políticos, económicos, empresariales o ideológicos.

Y quienes tenemos la suerte de haber presenciado su transformación no estamos dispuestos a verla agredida, ofendida y menos destruida, por quienes o no recuerdan lo vivido, o no la sienten como suya.

Por tal razón vemos con preocupación cómo, quienes actualmente atacan a quien ocupa el Sillón de Olmedo, por diferentes motivaciones, no reparan en burlarse de la ciudad, dizque jugando a ser mileniales digitales, manipulando símbolos de la ciudad, y sobre todo, en días tan sensibles como estos, en los que celebramos un año más de su fundación.

Incluso por allí leí una nota que decía que Guayaquil no tenía razones para celebrar su fundación. ¿Qué nos pasa? ¿Es que acaso los intereses, la adrenalina, la ambición o la ira, justificada o no, están por encima de Guayaquil?

No habría espacio suficiente en esta edición completa del Diario para enumerar las razones que tenemos para celebrar un año más de la fundación de Guayaquil. Razones que nada tienen que ver con la política, ni con sus nauseabundas disputas de poder que cada vez arrastran a más actores de la sociedad, lamentablemente.

Porque Guayaquil es motivo de celebración cada segundo de vida.

Porque Guayaquil retumba en el corazón de todos los que tenemos la bendición de sentirnos sus hijos.

¡Viva Guayaquil! (O)