Pertenece al poeta San Juan de la Cruz la noción de la noche oscura del alma, un estadio espiritual marcado por la soledad, la ausencia de luz y certeza, la desolación. Todos los seres humanos, en algún momento, hemos transitado por una o varias noches oscuras, y es muy probable que ese trayecto resulte sustancial para quien escribe en su forma de ver la palabra y el mismo lenguaje, en su visión del mundo. Micaela Paredes Barraza (Santiago de Chile, 1993), pienso, entró con su primer libro Nocturnal (Cerrojo Ediciones, 2017) a la noche oscura del alma con los ojos abiertos. Exploró las más insondables regiones del silencio. Y, en algún punto, quizá gracias a la contemplación de la palabra como experiencia metafísica, la más metafísica de todas, encontró el amanecer.

Ceremonias de interior (Cerrojo Ediciones, 2017) su segundo poemario, es, ante todo, un testimonio de sobrevivencia. Quizá para los místicos el sentido de la noche oscura del alma implicaba, esencialmente, el descubrimiento de la propia luz que reposa en los confines de la mente, del espíritu y del cuerpo, la luz que proyectamos como seres vivos. Con este segundo libro, Paredes Barraza, ofrece una poesía consciente de su luz, de su diáspora, de su capacidad de reinventar el amor como experiencia ontológica en la vida. Le acompañan en sus búsquedas, como antorchas, los grandes desafíos de la tradición de nuestra lengua: no pretende nuevas formas desde la arrogancia de los poetas que carecen de memoria. Al trabajar el lenguaje sabe, como T.S. Eliot, conservar un sentido histórico, que la hace más agudamente consciente no sólo de lo pasado de lo pasado, sino de su presencia y de la particular manera que tiene el pasado de iluminarnos el presente.

Además de los poemas de esos dos libros, Paredes Barraza ha publicado preliminarmente textos inéditos, probablemente de proyectos en gestación, que dan cuenta de nuevas búsquedas formales y sustantivas: el entendimiento de los sueños, del paso del tiempo, la amistad, el poder misterioso del olvido, y otras malditas circunstancias de la existencia humana, que es corpórea. Quizá estos poemas también nos hablan de la memoria de la música, del sentido onírico de las imágenes que vemos y, sobre todo, de los viajes; ese viaje que aún no se acaba y está lejos de acabarse. Ítaca estará en algún lugar de la memoria o el sueño, esperando.

En cualquier caso, es vieja y luminosa la amistad de la poesía chilena con la ecuatoriana. Además de compartir la lengua de Dolores Veintimilla y Gabriela Mistral, compartimos el océano que iracundo golpea la angosta y larga franja de tierra sobre la que se extiende la cordillera de los Andes. Es indudable que el lenguaje de estas geografías tiene en su centro neurálgico un cúmulo de imágenes poéticas. (O)