Con la reciente incorporación de Mario Vargas Llosa a la Academia francesa se reaviva la disposición de Francia hacia las letras, con la sorpresa específica de que sea un autor que no escribe en la lengua de la academia, sino en español, la que la integre. Obviamente, el escritor peruano tiene un Nobel detrás y un prestigio mundial por su talento que sacude el polvo a una institución tan antigua como prestigiosa creada en el siglo XVII, y que tiene como misión fundacional de sus estatutos dar ciertas reglas a la lengua francesa y “hacerla pura, elocuente y capaz de tratar las artes y las ciencias”. Poco de puro hay en concederle el premio a un novelista de otro idioma. Pero es aquí donde conviene considerar, en un contexto más amplio, esta audacia antiacadémica.

Cartas a un viejo novelista

Probablemente fue el siglo XIX, con la novela realista, la que dio la mayor difusión posible a la lengua francesa. Aunque es ineludible tener presente a novelistas como Cervantes o Samuel Richardson, la pléyade de novelistas franceses de aquel siglo marcan la consagración del género: Victor Hugo, Balzac, Stendhal, Flaubert, Dumas, Madame de Stäel, Julio Verne, Maupaussant, Zola. Obviamente la lista puede extenderse hacia el siglo XX con Malraux, Camus, Proust, Gide, Céline, Yourcenar, Duras, Colette. Y aunque pudo haber declinado su impronta, fue la crítica literaria y la filosofía francesa la que compensó el prestigio en el último tercio del siglo XX, con autores que siguen siendo referencia como Deleuze, Blanchot, Barthes, Certeau, Ricoeur, Kristeva, Foucault. Aunque menos conocidas, tengo una afición particular por dos grandes ensayistas que han escrito de manera sugerente sobre la novela: Marthe Roberte y Claude-Edmonde Magny.

Esto no quiere decir que no haya en la actualidad novelistas que reclaman con todo derecho la atención mundial: además de tres premios Nobel que siguen en activo (Le Clézio, Modiano y la reciente Annie Ernaux) no se puede eludir autores que se han impuesto sin Nobel, desde el polémico Houellebecq a la prolífica Amélie Nothomb o los exquisitos Pierre Michon, Pascal Quignard o Richard Millet. Aunque haya autores para dedicarse una vida a leerlos en exclusiva, siempre se discutió que no había un libro canónico francés, de la manera que lo hay en Italia (Dante), Alemania (Goethe) o Inglaterra (Shakespeare). Quienes proponen a Balzac se quejan de que eso pone a un lado la tradición de los poetas, donde asoman Baudelaire, Verlaine o Rimbaud.

Sospecho que la clave está en abandonar el siglo de los novelistas. Ir hacia atrás. El siglo XVIII y el siglo XVII franceses se abren con figuras de fuerza como Diderot, Voltaire y sobre todo Rousseau, que aunque era suizo escribía en esa lengua. Por cuestión de espacio, hay que ceñirse a los autores más conocidos, pero lo saludable de la tradición francesa son esos autores que rondan por los márgenes y que siguen siendo igual de deslumbrantes y hablan a nuestro tiempo. Dos titanes son ineludibles: Montaigne y Rabelais. Creo que es en ellos donde se encuentra la base que sustenta el peso específico de la cultura francesa, incluso más que la hipótesis de la novela decimonónica. Rabelais escribió una especie de protonovela, compuesta por cinco libros que conforma su gran obra Gargantúa y Pantagruel. Las ediciones sencillas solo incluyen dos de los cinco libros. Se trata de una obra de gran humor, fábulas míticas sobre personajes desbordantes, fantásticos, risueños, bebedores, provocadores, irrespetuosos. Cuando se incendió Notre Dame en 2019, no pude dejar de recordar el capítulo 17, cuando el gigantesco Gargantúa subió a la cúspide de la catedral y, harto de los parisinos que le parecían estúpidos y papanatas, orinó sobre la ciudad, lo que habría apagado el incendio, aunque Rabelais dice en su novela que el resultado fue que se ahogaron 260.418 parisinos, sin contar mujeres y niños.

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Rabelais es la risa. Montaigne es el humor. Un humor fino, melancólico, como corresponde a los más finos humores. Autor también de otra obra monumental, los Ensayos. Publicado en 1580, pocas décadas después de Gargantúa y Pantagruel, es una obra fundacional para un género escurridizo, el ensayo, que precisamente se caracteriza por su impureza. No es un tratado, no tiene pretensión de establecer ningún dogma, improvisa, a veces incluso se contradice, tantea, ensaya, hace prueba y comete errores, pero es, por encima de todo, una manera de la prosa que quiere comprender desde la individualidad humana del autor que percibe el mundo y trata de compartirlo sin ninguna voluntad de convencimiento o imposición.

La Academia Francesa es un ejemplo de formalidad. Pero detrás del correcto comme il faut (como se debe), detrás de una lengua que tienen todas las convenciones y rigores, que permiten brillar incluso a sus escritores de menor talento, palpita debajo un humor y una risa inteligentes que no la abandona. No olvidaré una ocasión, en 2015, en la que tuve que dar una conferencia durante una residencia de escritor que me habían concedido en el puerto francés de Saint-Nazaire. Se realizaría en la Mediateca de la ciudad. Habían adaptado un espacio con varias mesas sobre las que estaban colocadas decenas de obras de autores latinoamericanos, de distintas épocas, todos traducidos al francés. Me sorprendió ver tantos autores juntos, cómo habían acogido las creaciones de América Latina. Dos años después también traducirían una novela mía. Esa es la parte de la gran cortesía de su cultura: acoger la de otros países. Cuando uno quiere conseguir autores que no han sido traducidos al español tengan la certeza de que Francia lo ha hecho. Ese diálogo en dos direcciones, esa pasión centrada en la literatura, a la que consideran como uno de sus valores más altos, es la razón de su grandeza como país en un mundo que parece cada vez menos interesado en las palabras precisas, la inteligencia, la sensibilidad y el humor como medios de convivencia. (O)