La máxima y más desgarradora expresión de la violencia contra la mujer es el femicidio. Mujeres y niñas son asesinadas por sus padrastros, parejas, cónyuges, conocidos, amigos. Se escapa de la esfera de mi sentir y discernir el solo imaginar que un padrastro ahorque a una criatura de 5 años y que al mismo tiempo, en la misma ciudad, el esposo de una mujer con quien llevaba casado catorce años la asesine a sangre fría y se deshaga del cuerpo en el río.

¿El resultado? Escalofriante y doloroso. Un padre devastado por la pérdida de su niña, quien vivía con su madre y su actual conviviente; y que respetando horarios de visita, llevó a su hija de vuelta a su “casa”, que debía ser su espacio seguro y terminó siendo un infierno.

Lo más doloroso y grave de un femicidio es que este es la punta del iceberg de una violencia sistémica que ocurre durante mucho tiempo, con muchas señales y formas en todas las esferas sociales. Violencia psicológica, física, sexual y financiera reiterada y sucesiva que es la muestra máxima del machismo y misoginia y que se ve más en pobreza, por la cantidad de pobreza que existe en el Ecuador. Un país en el que es tan sencillo deshacerse de “un problema” que un padre planifica un sicariato en contra de su expareja y su hija de meses con tal de no lidiar con la responsabilidad de la paternidad.

Son miles los problemas que devienen en resultados tan desgarradores. No trabajamos en prevención. En los hogares hay matices sobre los roles de madre y padre en donde generalmente la mujer es una víctima y tiene que soportar una cadena de violencia interminable. Alcoholismo y crianza violenta. Mujeres y niñas sin acceso a educación mínima y escolarización, sin acceso a educación sexual de calidad, ocasionando millones de embarazos en condiciones deplorables, niños que llegan a continuar en un ciclo que parece no terminar nunca. Mujeres sin acceso a educación financiera, lo que convierte al calvario de la violencia en una dependencia por necesidad de la que no se puede salir.

Un sistema de justicia que en muchos casos es lento y corrupto, que termina por judicializar al femicida porque ante las señales previas de violencia, denuncias y llamadas de auxilio, no se toman medidas de inmediato. La atención a víctimas queda como última prioridad, ni hablar del sistema de rehabilitación. La sociedad en su educación y ADN, y cada día más violenta en general, ha normalizado tanto violentar a la mujer que ni siquiera nosotras identificamos los patrones.

¿Qué nos queda? Seguir educando y evangelizando un cambio social completo. Desde cada esfera y espacio debemos seguir peleando con uñas y dientes para que las autoridades dejen de jugar al circo y se apersonen. Autoridades y dirigentes de este país que durante décadas enteras han demostrado su machismo independientemente de su línea y afinidad política, abusando de su poderío y dedicándose a robar sabiendo que existen niños en orfandad producto de violencia, niñas y mujeres abusadas sexualmente a diario, niñas siendo madres, mujeres perdiendo una guerra. No hay justicia si este país es justo para pocas. Nos siguen matando. (O)