El pasado 7 de febrero, el pleno del Senado de los Estados Unidos conoció de un proyecto de ley que ha sido presentado por un grupo de senadores, demócratas y republicanos, bajo el nombre de United States-Ecuador Partnership Act of 2022 (S. 3591, 117th Congreso, 2.ª Sesión), y lo remitió a su Comisión de Relaciones Exteriores. Siguiendo el procedimiento legislativo federal de esa nación, la mencionada Comisión probablemente le haga ciertos ajustes y preparará un informe para que el proyecto sea votado por el pleno del Senado. Luego será enviado a la Cámara de Representantes para su aprobación y esta lo remitirá a la Casa Blanca para que el presidente Biden le ponga su ejecútese. La ley busca fortalecer la cooperación entre los Estados Unidos y nuestro país en una serie de áreas que van desde inversiones en infraestructura; líneas de financiamiento; desarrollo de la capacidad digital, especialmente en zonas rurales; modernización del sistema carcelario; cooperación para el rastreo de activos mal habidos; control de la pesca ilegal, entre otros.

Eso es lo que sucede a miles de kilómetros de nuestro país. Acá la realidad es muy diferente. Mientras un grupo de senadores de otra nación inician un proceso legislativo para estructurar una alianza de cooperación, en el Ecuador un proyecto de ley que buscaba facilitar la inversión privada, incrementar las oportunidades de trabajo, reformar el régimen del mercado de valores y fortalecer el acceso digital, era negado en su integridad. Es decir, ni una sola de las disposiciones legales era aceptable, por el contrario, todas fueron negadas. Pero allí no acaba la cosa. Ahora se ha descubierto que esa negativa irracional a todo el proyecto de ley se ha debido a la negativa del Ejecutivo a ceder al chantaje de varios legisladores que habrían votado en contra de la iniciativa presidencial como respuesta a esa negativa. Qué triste paradoja. El Senado de los Estados Unidos aprobando un proyecto de ley para colaborar con el desarrollo del Ecuador, la Asamblea del Ecuador negando un proyecto de ley que tenía un similar objetivo y, de paso, lo niega porque a ciertos asambleístas no les dieron las coimas y prebendas que pedían. Lamentablemente, este episodio no es nuevo. Casi podría decirse que constituye el ADN de nuestra clase política. Con escasas excepciones, es una clase política formada de profunda ignorancia y enorme corrupción. El Gobierno está pagando el precio de no haberse acomodado a la cultura política ecuatoriana. Esta manda que lo “políticamente correcto” es que el Ejecutivo retacee al sector público como precio para asegurarse un mínimo de estabilidad. Eso lo han hecho siempre. Unos piden favores con el SRI, otros que se lo declare inocente al exdictador, otros quieren la Contraloría para no ser molestados. Solo en la década correísta perdimos por corrupción alrededor de setenta mil millones de dólares, según la Comisión Nacional Anticorrupción. Semejante tendencia es muy difícil de revertir. La corrupción ha penetrado hasta los huesos de la mayoría de nuestra sociedad.

Nuestra clase política sabe cómo reaccionar frente a la denuncia del presidente. En pocos días se las ingeniarán los denunciados para declararse perseguidos políticos y acusarlo a él de todo. Son maestros en esto. Ya verán. (O)