Cuando pensábamos que ya habíamos visto todo, que ya no podía suceder algo peor, nos enteramos de que un individuo contrató a sicarios para que asesinen a su hija. Si el hecho en sí mismo es espantoso y abominable, cobra carácter tenebroso cuando se conoce que la niña tenía menos de un año, el motivo del filicida era librarse del pago de la pensión alimenticia y, por si algo faltara, es un policía en servicio activo. Un acto de barbarie en todo el sentido de la palabra. Constituye el más reciente –y con toda seguridad no será el último– de esa naturaleza en un país que presumió de ser una isla de paz.

No se puede esperar que sea el último, porque es un eslabón más de una larga cadena que no será sencillo de cortar. Se trata de una de las múltiples expresiones de una sociedad enferma, y así hay que entenderla para poder enfrentarla.

Quienes se molestan cuando alguien opina que vivimos en la podredumbre, seguramente argumentarán que se trata de un caso aislado y que no se puede generalizar. Pero la suma de casos aislados ya rebasa el límite de lo individual, del sicópata con nombre y apellido, y demuestra que se trata de una epidemia que afecta a amplios –por no decir mayoritarios– sectores de la población. Solo cabe recordar las imágenes siniestras de las matanzas en las cárceles para comprobar el nivel de degradación al que hemos llegado. Quienes degollaron a otros presos no vinieron de otro planeta ni son, como aseguran en las redes, extranjeros que vienen a aprovecharse de este inocente país. Son productos de la misma sociedad que engendró al policía que contrató sicarios y a los que diariamente matan por robar veinte dólares o, cuando tienen suerte, un celular. Ciertamente, constituyen la expresión más brutal, pero no son el único resultado de la enfermedad.

De esa misma sociedad salen aquellos que no dudan en caer en las manos un notario Cabrera y de un Don Naza, sin preguntarse por el origen del dinero que, si llegan a tiempo, se multiplicará por cocientes estratosféricos. No, no hay que preguntarse, eso sería impertinente porque podría saltar la verdad, una verdad que ellos conocen pero que, en aras de la felicidad de todos, debe permanecer oculta. Civiles, militares y policías entran en el juego con la naturalidad más grande porque saben que el manto de impunidad está tejido socialmente. Al fin y al cabo, las miradas apuntarán siempre hacia el sistema judicial que, por esfuerzo propio, ha conseguido una mala fama que solo es superada por la Asamblea legislativa. Con ello, civiles de todos los niveles socioeconómicos y de todos los orígenes étnicos, militares y policías de todas las graduaciones, en síntesis, la totalidad de la sociedad puede eludir el bulto y descargar su responsabilidad.

Con la viga delante del ojo, la solución es encerrarse en urbanizaciones amuralladas y exigir gatillo y plomo. Solo algunos pueden optar por lo primero, pero todos ansían lo segundo. Eso sí, si en su camino aparece accidentado un camión que transportaba cerveza, no dudarán en llevarse un par de docenas por si llegan los amigos el fin de semana y poder contarlo como proeza. (O)