Es en tiempos de sucesión presidencial cuando se toma el pulso a la madurez de la democracia que sostiene al Estado; una democracia secuestrada por la descomposición política de su estructura institucional, cuyo liderazgo es el resultado de un sistema democrático sin planificación, organización y visión de Estado, un sistema sin líderes políticos que den forma y fuerza a la representación del poder ciudadano.

La alternancia del poder en el Estado es un desafío estratégico crítico que garantiza la sostenibilidad y el crecimiento del valor de su institucionalidad. En la práctica empresarial, la sucesión presidencial exige una planificación estratégica que se inicia desde el primer día en que la gerencia general asume el poder de dirección en la organización. Gestionar en un contexto caracterizado por la volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad de los mercados exige una gran agilidad para incubar líderes con proyección hacia la sucesión. En el proceso surgen líderes que se convierten en “escudos de protección” a la alta gerencia, así como líderes emergentes que ganan espacios compartidos de dirección y estimulan una gestión descentralizada del poder.

La sucesión es un proceso de alto riesgo para la continuidad de una institución. Parte del éxito del método es su despersonificación, ya que el cambio de liderazgo siempre marca un antes y un después en la trayectoria institucional. Coherencia estratégica, sentido de competencia y pragmatismo hacen de la sucesión un instrumento de gobernanza funcional que da respuesta eficaz, eficiente y legítima a las demandas de la sociedad civil más allá de quien ejerce el poder. El liderazgo para la gobernabilidad y el crecimiento sostenido debe necesariamente ser un liderazgo transformacional al servicio del ciudadano.

Una transformación que exige a la sociedad civil evolucionar su conciencia del valor soberano que representa el ejercicio de los derechos civiles y políticos. La relación entre soberanía y derecho refleja la consistencia y legitimidad de la voluntad popular. Una voluntad que no debe relajar su exigencia de calidad democrática reflejada en la calidad del liderazgo que ejerce el poder en sus tres dimensiones: ejecutiva, legislativa y judicial. Caso contrario, como sucede hoy, la sociedad tendrá que conformarse con lo que ha votado: políticos convertidos en empleados públicos en posiciones legislativas.

Sincronizar el nivel de liderazgo entre poderes en torno a una agenda común de transformación para el crecimiento es el desafío de un líder con dimensión de Estado. A la ciudadanía le dejan de interesar las etiquetas ideológicas marcadas por una economía de mercado o estatizada, lo que importa son los resultados para crear condiciones de progreso y prosperidad, que eleven el ingreso del ciudadano de manera permanente y sistemática. Para alcanzarlo, no se requiere de un líder omnipresente, sino de una estructura institucional que se adapte en función del ciudadano y no en función de sus gobernantes de turno. Nuestro país exige un liderazgo descentralizado, como dice Ralph Nader: “La función del líder es producir más líderes, no más seguidores”. (O)