En memoria de Marcel Czermak, psiquiatra, psicoanalista, autor y maestro.

¿Existe alguna relación entre la corrupción endémica que azota la vida social, económica y política de los ecuatorianos y la precariedad estructural de nuestras incompetentes instituciones públicas y privadas? Quizás la lectura de ciertas notas sobre la perversión en su relación con la vida de los grupos, incluidas en el libro Las pasiones del objeto, escrito y publicado hace más de treinta años por Marcel Czermak, quien falleció hace pocos días en París, y a quien hemos leído y escuchado algunas veces en Quito, nos ayude a pensar este asunto. El vínculo más consistente entre la corrupción y la inconsistencia de nuestras instituciones, desde ciertas organizaciones familiares hasta los aparatos del Estado, tiene que ver con la perversión, esa estructura clínica que nos infiltra imperceptiblemente, y de la cual participamos sin darnos cuenta, o incluso con entusiasmo.

En la clínica psicoanalítica, la perversión no constituye solamente una categoría moral, cuanto una posición existencial para no asumir la sujeción a las leyes y nuestra humana imperfección. Es una estrategia para eludir las obligaciones y endosárselas a los demás, de modo que ellos no lo registren, y hasta lleguen a colocar al perverso en el lugar del amo, para seguirlo y servirlo. El lugar del amo, o el del servidor del amo en el caso de los perversos más discretos, la función del ‘burropié’ leal y efectivo para los propósitos no declarados, aquellos que subyacen a las declaraciones patrióticas y revolucionarias que llevan a algunos perversos a entronizarse en la vida política de los pueblos. Porque un perverso no es necesariamente un asesino serial público y notorio. Con más frecuencia, la perversión de cuello blanco pasa desapercibida y medra en la actividad política. “La perversión es más frecuente de lo que se cree, pero es difícil descubrirla, a causa de la colusión que realiza, fluidamente, con las estructuras de la vida social”, dice Czermak.

No solamente imperceptibles, sino incluso populares y “elegibles”, los perversos suelen suscitar simpatía por su discurso supuestamente rebelde y contestatario, por su posición de pedir cuentas a todos los demás y a sus opositores, desde una opción supuestamente revolucionaria y “en el nombre del pueblo”. Pedir cuentas sin rendir cuentas, así no es raro que un perverso consiga erigirse, irónicamente, en guardián de la ley, la moral y las buenas costumbres, con celo persecutorio y moralista. Podrá lograrlo ante una comunidad ambigua y predispuesta que lo sostendrá en el poder, porque “más vale un amo del cual uno se queja, a cuya ley uno se pliega, que reconocer que esa ley es la propia, invocada como extraña, como ley distinta, como ley otra que la de su deseo”, según Czermak. Porque el perverso nos hace creer que existe un Bien Soberano encarnado en él, y por ello logra adeptos dispuestos a dejarse instrumentalizar para su beneficio. El “pueblo”, la institución, la comunidad, la pareja, el niño, reducidos a la función de instrumentos para el goce del amo perverso.

¿Les suena conocido todo esto, amables lectores? (O)