Hace unos días, un popular periodista de un popular medio local posteó su video-saludo navideño: una secuencia de imágenes violentas en las que unas personas aparentemente pretendían asaltar a otras –en realidad no deja de ser una suposición, pues en las secuencias de videos de seguridad se mira a unos tipos aproximándose a otros o escabulléndose dentro de edificios– y como respuesta recibían disparos o eran arrolladas con vehículos. La música de fondo era una tonada navideña que igual no aplacaba todo el desprecio que por la vida evidenciaba el popular periodista, al resaltar la venganza como acto heroico o de justicia. Más o menos como justificar la vigencia de la pena de muerte por el “intento” de robo. Más o menos como apagar el fuego de la impotencia y la iracundia con sangre ajena. Más o menos como no entender para qué y por qué del periodismo.

Y pensaba que tal vez esa indignación, rabia e impotencia del ciudadano común son justificables en medio del ambiente de inseguridad que reina en el país del encuentro, donde a cada paso encontramos delitos, robos y asaltos. Pero mostrar el desprecio por la vida, en medio de nuestro rol de multiplicadores y amplificadores de mensajes, formadores de opinión pública y perros guardianes de la democracia, borra la credibilidad. La buena fe.

Hace unos días, un popular entrevistador de televisión preguntó a una prestidigitadora, con posgrado en adivinación, sobre los autores de un aparente femicidio ocurrido en Manabí: la respuesta, transmitida en directo por televisión abierta, ensayaba una olímpica hipótesis sostenida por la fuerza de las cartas lanzadas sobre la mesa del entrevistador. Como de costumbre, al cierre del programa una sentencia más había sido promulgada desde el sacrosanto estrado periodístico que todo lo sabe. Todo lo resuelve. Todo lo ilumina. Y si, como dicen los teóricos de la comunicación, el periodismo no es sino un reflejo verídico de lo que es un país, ¿acaso la Fiscalía no estaría obligada a asumir las saetas cartománticas como evidencias ciertas y honrar el aporte periodístico desde la adivinación y el esoterismo?

Hace unos días, los trabajadores de un medio de comunicación nacional encontraron asilo y refugio en la mismísima Presidencia de la República. Se trataba de un lío laboral y ni presidente, trabajadores ni el propio ministro del Trabajo podían explicarse –el uno al otro y entre ellos– las razones por las que la legislación laboral vigente no garantiza los derechos laborales de aquellos empleados. No se explicaban las razones para sentirse desprotegidos de explotación laboral, y claro, presidente y ministro se ‘rompían’ la cabeza para elevar a asunto de Estado este lío laboral. ¡Claro! Se trataba de operadores del periodismo, y en esa medida había que ofrecerles el salón amarillo para curarles de un mal del que sufren cientos de miles de ecuatorianos en este mismo momento, ante la impotencia de abusos y excesos patronales.

Así, pasemos nomás las celebraciones por el Día del Periodismo Ecuatoriano para mejores tiempos, en los que nos llenemos de honestidad intelectual, integridad ética y desapego del poder. Sí ha de ser posible. (O)