No hay dignidad sin trabajo, ni debe haber trabajo sin dignidad. Dos valores con los que se identifican dos adversarios políticos en la lucha por conquistar el poder, hoy enfrentados en la retórica reaccionaria entre izquierda contra derecha, verdad contra mentira, pasado contra futuro. Un desgaste de liderazgo que daña más que fortalece, olvidando que el progreso no se combate, se construye, porque es inclusivo: admite adversarios que piensan diferente pero son útiles.

La dignidad y el trabajo son derechos fundamentales; el derecho al trabajo es inseparable e inherente a la dignidad humana; como derechos humanos son instrumentos vivos que exigen una interpretación evolutiva, maximizando la capacidad del diálogo y el consenso, sobre la base del respeto y la tolerancia, para alcanzar acuerdos útiles y prácticos que impulsen el desarrollo autónomo de las personas y garanticen una vida digna. El trabajo decente es nuestra salida de la pobreza.

Diálogo y consenso para crear empleos de calidad que garanticen el derecho de todas las personas a compartir el progreso, reflejado en condiciones laborales justas, equitativas y seguras, donde el Estado y sus poderes, incluyendo el Ejecutivo, Legislativo y Judicial, trabajen juntos en un pacto por el trabajo decente, entendido como un deber social. Trabajar juntos exige aprender a coexistir con las diferencias, para unir esfuerzos diligentes, ágiles y funcionales que respondan ante el desafío que plantea el nuevo mercado laboral: formal, flexible y autónomo.

Contrario al trabajo digno es el trabajo esclavo; caracterizado por el sometimiento a la esclavitud, la servidumbre y el trabajo forzoso. Para contrarrestar la esclavitud laboral contemporánea se plantea la exigencia de un Estado con la capacidad técnica y la sensibilidad social para acordar políticas coherentes, que aceleren la formalidad laboral y fortalezcan alianzas público-privadas eficaces hacia el avance gradual del empleo pleno y productivo, libre de toda condición que ponga en riesgo la dignidad e integridad de las personas. Acuerdos que reflejen el equilibrio entre fuerzas contrarias, que solo la tolerancia puede alcanzar.

Después de cada ciclo electoral, desde la sociedad civil comprobamos que hacer política es un trabajo esclavo: sometido al sectarismo convertido en religión, al servilismo del engaño y la mentira, forzados a perder la autonomía y la voluntad en una continua descapitalización de la dignidad. Un Estado sin dignidad es un Estado sin legitimidad.

El Estado exige ser y hacer un trabajo digno: transparente, flexible y eficaz, que ejerza el dinamismo de la democracia y la libertad a partir de la verdad y el respeto, sin violencia y sin víctimas.

Los cambios que trascienden se construyen con esfuerzo y cohesión, con sacrificio, incomodidad y avances modestos que reflejen actitud colaborativa; por ejemplo, si la democracia necesita debate y consenso, preguntémonos ¿cuánto aportan la descalificación y la humillación en la construcción del bienestar común? Trabajar con dignidad para ganar una elección popular requiere líderes con dimensión de Estado, que si hoy no lo son, puedan llegar a serlo. (O)