Cuando Kazuo Ishiguro recibió el premio Nobel en 2017 no hubo escándalo. No se trataba de un novelista desconocido para las mayorías, como ha ocurrido con Olga Tokarczuk o Abdulrazak Gurnah ­­–premio que son de agradecer como una invitación a descubrimientos. Aún así llamó la atención el reconocimiento a Ishiguro. Nadie lo preveía: no era un habitual entre los candidatos favoritos y que, dicho sea de frente, no necesitan de este premio. Ishiguro había sido un autor más bien reservado a pesar de su prestigio y difusión mundial, parco para publicar en estos tiempos donde un autor con menos de diez libros sería considerado, frívolamente, como alguien que ha publicado poco. A sus sesenta y tres años contaba con siete novelas y un libro de cuentos. De manera que su premiación fue una ecuación de sobriedad merecida, irradiada por el propio temperamento del autor, que con su discreción ejemplar cala en profundos conflictos humanos sobre tiempos críticos y lo que resta en el recuerdo de lo que se hizo o no se hizo y se pudo hacer. Su escritura no hace malabarismos formales gratuitos, ni da declaraciones como saltos mortales hechos a la medida del impacto mediático o la corrección de turno. Para quien entra en una de sus novelas, puede darle la sensación de un cierto tedio, verdadero peaje para dejar fuera a lectores apresurados, porque a lo poco de avanzar en sus páginas se abren mundos de una claridad estremecedora que no se olvidan con facilidad. Su escritura es una inmersión que deja atrás otros ritmos de respiración o de sofoco para que entre aire puro.

En el discurso de premiación, Ishiguro hizo un balance llamativo sobre su propio oficio de escritor. “Los puntos de inflexión en la carrera de un escritor –dijo– se producen de este modo. A menudo en situaciones anodinas y cotidianas. Son reveladores destellos silenciosos e íntimos”. El punto de inflexión al que se refería consiste en que a partir de su novela Nunca me abandones, Ishiguro quería no sólo centrarse en la dimensión de sus protagonistas narradores sino en la triangulación emocional con otros, y de estos a su vez con los demás: “Qué pasaba, me preguntaba yo, si un personaje era tridimensional y todos los que lo o la rodeaban no lo eran”. Al principio no entendí a qué se refería: sus novelas incluyen esa riqueza espacial, cohesionados por una narrativa realista de alta transparencia. Los restos del día es el mayor logro. Luego vinieron obras disruptivas en las que el narrador deja una entrada amplia a otros personajes, como en Los inconsolables o El gigante enterrado. Quizá la operación de Ishiguro ha consistido en alejarse de los principios de coherencia narrativa de sus inicios. Esta es la tensión que se percibe en su obra. Como si quisiera desfigurar su propio aprendizaje a través de novelas que gradúan distintos alcances de los narradores pero siguen siendo la misma novela respecto a los problemas humanos sobre el presente no del todo comprensible y las consecuencias impredecibles de los actos, mezcla de reacción inconsciente y posterior evaluación lúcida y dolorosa. Sus novelas desgarran, no tienen finales felices, aunque dicho con una elegancia que es el último apoyo para sobrevivir tragedias invisibles. Como ocurre a fin de cuentas con Kafka, sus historias podrían tomarse literalmente una vez que las interpretaciones, por más exhaustivas que sean, pasan a su lado y solo queda el relato en sí mismo, impermeable a la exégesis.

Cuatro años después de recibir el nobel, Ishiguro publica su siguiente novela: Klara y el sol. Además de la historia en sí misma, encuentro allí, aplicada, la observación de 2017. La narradora de Klara y el sol es un robot, una máquina de inteligencia artificial que cuenta su historia con Josie, una niña enfermiza a la que acompaña. No tiene pasado, o mejor dicho, el único del que dispone nace en la tienda donde la venden y desde donde registra las referencias para su mundo. Parcial, fragmentada en su visión del entorno, poco a poco Klara comprende el ambiente de la casa donde vive. La desesperación por encontrar una solución la lleva a recurrir a esquemas humanos: la espera, la fe, la búsqueda de apoyos, la ilusión en la pareja. Ella es un punto vacío donde son los demás quienes tienen peso, interactuando con sus emociones y con la información velada de un mundo despiadado de seres mejorados y otros excluidos que no entiende, pero del que nosotros sospechamos la distopía despiadada. Esta narradora mecánicamente objetiva, limitada, que aparenta ser un testigo, tiene un protagonismo construido por las relaciones de los demás, incluso diría abandonada por los demás. Su estatus está en el margen extremo. Su problema no es la implicación emocional con ellos, sino su conciencia que no se permite expansiones. No es menor que el narrador de El gigante enterrado haya sido la Muerte, y que ahora construya la conciencia de una inteligencia artificial sin pretender alcanzar el dramatismo humanizado de los replicantes de Blade Runner. Klara no busca parecerse a los humanos, se mantiene en su plano de máquina.

Un narrador es el eje decisivo de un mundo de la ficción, sobre todo si da protagonismo a los demás por encima de sí mismo. De allí los límites estéticos del confesionalismo cuando no da entidad a los otros. Klara y el sol es una respuesta narrativa a la egolatría de la autoficción. A eso se refería Ishiguro en su discurso del Nobel: al deseo de desaparecer en los otros, a cruzar ese límite sin recurrir a la invisibilidad omnisciente, sin desvanecerse arbitrariamente, operando desde una parcela perceptiva para sugerir las convulsiones escurridizas del mundo. Es un yo muy posterior al de Proust e incluso al de Beckett. Su novela añade que los otros nos harán desaparecer tarde o temprano, pero esto forma parte del final que no estoy dispuesto a contar para no reducir la textura, el relieve y la sutileza de esta narradora fantasmal de Ishiguro. (O)