La distancia, las vías de comunicación precarias, el centralismo de ciertas ciudades o capitales emblemáticas, y los tópicos, alejan a quienes deberían tener un diálogo mayor, y que, cuando lo tienen, como en efecto ocurre en la frontera entre Ecuador y Colombia, no siempre es lo suficientemente conocido. El macizo andino, con los grandes valles que se abren desde Ecuador hacia el norte, y que en Colombia se convierten en espacios vastos de culturas muy variadas, requiere de nuevas miradas.

Me tomó un tiempo entender que Colombia no mira hacia el Pacífico y, por lo tanto, no mira ni hacia el sur. Ese “litoral recóndito”, como lo denominó en 1934 el ensayista colombiano Sofonías Yacup en su libro homónimo, había sido el gran olvidado por sus Gobiernos centrales. Colombia mira al Caribe, y no hay que ir muy lejos para tener presente que García Márquez ha sido quien más ha proyectado esa imagen de un país con fuerte raigambre caribeña. Y, si bien esto es cierto, no lo es menos la otra mirada. Pienso, por ejemplo, en ese enorme poeta que es León de Greiff, a quien no se le ha concedido una fama a la altura de su originalidad, una especie de José Lezama Lima de los Andes, y que en su poema Balada del mar no visto plantea una provocación que daría vuelta a esa perspectiva caribeña, como si remarcara ese papel andino de Colombia. Está en el título y lo desarrolla en el primer verso: “No he visto el mar”. Y añade después De Greiff: “Mis ojos errabundos / familiares del hórrido vértigo del abismo; / mis ojos acerados de vikingo oteantes; / mis ojos vagabundos no han visto el mar”. Por un momento no veamos el mar Caribe; tengamos presente ese litoral recóndito, pero sobre todo veamos esas montañas andinas. Enclavada en ellas está Popayán.

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Se podría llegar a Popayán desde Quito en un vuelo de media hora. Pero es imposible. Hay que volar desde Quito a Bogotá una hora y luego tomar otro avión para volver a bajar a Popayán en unos cincuenta minutos. Solo esto es indicio de una falta de comunicación. ¿En qué punto se quedó pasmado el proyecto de un tren trasandino que vaya desde Lima a Guayaquil, Quito, Pasto, Popayán, Cali y Bogotá? Fantasía que los historiadores sabrán explicar con la referencia puntual de quienes tuvieron ese sueño y no fueron escuchados.

Aun así, a pesar de las distancias problemáticas, desde el sur de Colombia sí se ha producido un acercamiento hacia Ecuador. En una visita la semana pasada a la Feria del Libro de Popayán, organizada por la Universidad del Cauca, me sorprendió descubrir la gran cantidad de profesores que han venido a realizar maestrías en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito, y en otras universidades ecuatorianas. Ellos se han preocupado por conocer nuestras culturas. Uno de ellos es el poeta Felipe García Quintero. Autor de una obra traducida al francés y al italiano, publicada en varios países de lengua española, incluso en Ecuador, con su libro Piedra vacía (Ediciones de la Línea Imaginaria). Profesor e investigador, García Quintero, a mi pregunta sobre la relación de la literatura en Colombia con la vanguardia, que daría para toda una reflexión sobre el sentido que esto tiene en su país, cuando hablaba de Ecuador, me señalaba que él ve esa vanguardia en nuestros escritores, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX. Durante mucho tiempo he tenido la percepción de que el desconocimiento de la literatura ecuatoriana es mayor en Bogotá, a pesar de que paradójicamente es en Colombia donde se está publicando a muchos escritores ecuatorianos; basta ver los catálogos de los últimos diez años. Pero vi algo diferente en Popayán. En esta ciudad, con su amplio y rico pasado secular, de la que salieron 17 presidentes colombianos, nació uno de los poetas emblemáticos (y problemáticos) de la literatura colombiana, Guillermo Valencia, y al que confieso no haber leído por culpa de cierta intelligentsia colombiana que lo considera anacrónico, y a la que replica García Quintero cuando me advierte de su talento como traductor e intelectual, y me refiere una visita inverosímil a Nietzsche al que solo alcanzó a ver en sus últimos años de locura. Un antimoderno de los que habla Compagnon, le respondí.

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En la casa-museo de Guillermo Valencia hay tres retratos maestros de familiares del poeta realizados por el pintor ecuatoriano Troya. De Popayán también viene el poeta Rafael Maya —abuelo del ensayista colombiano de mayor proyección internacional hoy en día, Carlos Granés, que siempre reivindica su relación con Popayán—, y de ese mismo sur de Colombia son tantos intelectuales y escritores de la literatura colombiana actual, como Andrés Mauricio Muñoz, Juan Cárdenas, Mónica Chamorro, Juan Carlos Pino y la poeta nariñense Rosita Pantoja Barco.

La Universidad del Cauca, con sede en Popayán, cumplirá en breve doscientos años de su fundación. Con este motivo, ha emprendido una colección editorial de cien títulos en la que recupera obras destacadas, como el mencionado ensayo de Sofonías Yacup o novelas como El despertar de los demonios, de Víctor Alarcón; La ciudad perdida, de Enrique Arroyo; y libros de Matilde Espinosa, Rafael Maya, Quintín Lame, Manuel Pombo y tantos más.

Negritud literaria

Juan Montalvo, desterrado en Ipiales, entabló un gran diálogo con el sur de Colombia. Allí empezó a escribir los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Colombia lo acogió y leyó con gran atención; supo detenerse en ver no solo al polemista y crítico, sino al gran prosista. En medio de la situación de violencia que ha vivido Colombia y que todavía se mantiene en sus regiones, las palabras de Montalvo en el siglo XIX viajan hasta hoy con los rasgos de su época, pero su intención debería ser un deseo vivo: “El Cauca es la tierra de la inteligencia y el valor; si Dios quiere favorecerla con la paz algún día, será una de las comarcas más felices de la América Meridional”. (O)