Manuel Alcántara *

@Latinoamérica21

Hay términos que arrastran simultáneamente una enorme carga emocional junto a una gran capacidad explicativa del acontecer. Es cierto que tanto su uso como su significado varían en el tiempo, pero uno de ellos mantiene su carácter apasionado. Probablemente sea así por la complejidad de los hechos que definen su gran intensidad emotiva y la necesidad de establecer un marco interpretativo que posibilite la existencia de opciones claramente establecidas para reclamar apoyo o aquiescencia social.

Por otra parte, son términos que configuran una liturgia que parece fuera de lugar en una sociedad supuestamente madura, una teatralización del disenso, de la confrontación, que, no obstante, trae consigo la añagaza de su carácter polisémico. No se trata tanto de la cantidad sino de la intensidad con que una expresión, como es la de “golpe de Estado”, puede irrumpir en la disputa y volverse acerbo al definir el marco de una discusión política.

Un enunciado seco, de extrema dureza, repleto de dramáticos significados ancestrales que, sin embargo, en el fragor de la liza queda reducido al sinsentido de lo manido se vacía de su poder de denuncia para convertirse en una soflama más. Cuando se utiliza dicha expresión para tipificar una determinada situación, no estoy seguro de si se es consciente de los distintos aspectos cuya secuencia es numerosa e imposible de abarcar aquí: desde su origen en la ciencia política moderna, el 18 de brumario, hasta la elaboración por Curzio Malaparte de su manual escrito en 1930.

En España hay una larga tradición que también se extiende al ámbito de la batalla semántica. Al golpe de Estado de julio de 1936 se le denominó, por parte de los que lo perpetraron, alzamiento para dulcificar el severo simbolismo que esconde el término. En febrero de 1981 hubo un golpe de Estado que fracasó. Paralelamente, dicha categorización fue adjetivada por calificativos que hablaban de su reciedumbre (golpe blando) o de las fuerzas que lo instigaban (del golpe cívico-militar al autogolpe). Por consiguiente, el asunto es viejo y cercano, a la vez que enrevesado. Traigo esta circunstancia a colación por cuanto vuelve a tener actualidad en los dos últimos meses en la política latinoamericana. Brasil y Perú son dos ejemplos de ello.

Desde hace tres lustros se viene hablando, así mismo, de golpes de Estado en Honduras y Paraguay. Para estos dos países, a los que luego se sumó Brasil, la salida presidencial fue inmediatamente catalogada de esa guisa por los seguidores de los presidentes Manuel Zelaya y Fernando Lugo, y de la presidenta Dilma Rousseff. Mientras Zelaya fue sacado por la fuerza de su residencia y llevado en avión a Costa Rica, Lugo y Rousseff dejaron el poder por su propio pie tras sendos juicios políticos. Una forma inequívoca la del golpe de Estado de militancia lícita, pero intelectualmente inadecuada que llevó a abrir otras avenidas conceptuales de contenido menos dramático como la de “interrupción presidencial”.

Más recientemente, en 2019, Evo Morales fue invitado a que abandonara el poder tras una confusa jornada electoral y en un escenario de mucha polarización, en gran medida, debido a que Morales ignoró el resultado de una consulta popular desfavorable a su reelección. En Brasil, a finales de 2022, se volvió a utilizar el término para calificar primero la derrota electoral de Jair Bolsonaro, dado un supuesto fraude ante el que no se aportó evidencia alguna, y poco después para definir la bochornosa y delictiva actuación de sus seguidores cuando tomaron violentamente en enero pasado las sedes de los tres poderes del Estado. De la misma doble forma, detractores y simpatizantes de Pedro Castillo lo han usado en Perú para denominar su intento de disolver el Congreso y seguidamente para calificar su encarcelamiento.

El escenario lleva por consiguiente a un uso que, más allá de su conceptualización político-constitucional, se adentra, una vez más, en el ámbito del relato. Definir lo acontecido con una locución sonora y llena de connotaciones supone posicionarse por delante del adversario; infiere estar en posesión de una verdad legitimadora de lo que acontece, pero alejándose por completo de las reglas de juego y de cualquier mecanismo institucionalizado.

Por todo ello, propongo una definición sencilla para este suceso cargado de tan alto grado de significado. Pero antes quiero recordar que la política se refiere al manejo del poder en el ámbito público y que ello conlleva la gestión del conflicto que existe entre las personas. La evolución habida en el tiempo comporta la aceptación generalizada de ciertos principios como el de la legitimidad legal y racional, y el explícito acatamiento de que debe haber un monopolio de la fuerza que esté sometida a la ley.

Así, un golpe de Estado supone la quiebra de un determinado ordenamiento institucional articulado, según el sentido del Estado de derecho, por medio del uso de la fuerza y torciendo la voluntad de quien hasta entonces detenta el poder. La fuerza se empleó en Honduras, pero no en Paraguay, Brasil ni tampoco en Perú. La interrupción del mandato presidencial, sin embargo, se dio en todos los casos, algo que tiene que ver con procesos más complejos y que requieren de interpretaciones y de explicaciones más elaboradas y menos simplistas, aunque la de golpe de Estado siga siendo el eje narrativo más atractivo. (O)

* Manuel Alcántara es profesor emérito de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín). Últimos libros publicados (2020): “El oficio de político” (2.ª ed., Tecnos, Madrid) y otro coeditado con Porfirio Cardona-Restrepo: “Dilemas de la representación democrática” (Tirant lo Blanch, Colombia).